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SIERVO FIEL Y PRUDENTE (1 de 3)
Al narrar el evangelista san Lucas la parábola del administrador infiel, hace referencia al vigor con que el Señor señaló la necesidad de estar vigilantes porque, en el momento menos pensado, se puede presentar el Hijo del Hombre a pedirnos cuenta de la administración de cuanto habíamos recibido. San Pedro, impresionado, preguntó al Señor si aquella advertencia se refería a la multitud o iba dirigida a ellos mismos. Jesús, a su vez, le contestó con otra pregunta: ¿quién piensas que es el administrador fiel y prudente, a quien el amo pondrá al frente de su casa, para dar a tiempo la ración adecuada?
Estas palabras han sido recogidas por la Iglesia y aplicadas a san José. En la antífona de entrada a la celebración eucarística de su fiesta el día 19 de marzo se lee: Este es el siervo fiel y solícito a quien el Señor ha puesto al frente de su familia.
Dios consideró a san José como el siervo fiel y prudente a quien podía entregar el mayor tesoro de la tierra, la Sagrada Familia, y él entregó su vida, con alegría y sin medida, al servicio del querer de Dios.
La primera palabra que emplea la Iglesia para definir a S. José es la de siervo. Fue siervo y siervo fiel y prudente.
Un siervo es un servidor que está al servicio de un señor, al que pertenece de alguna manera. No es un esclavo que carece de libertad. El siervo, el servidor, ha escogido de alguna manera a su señor; es libre.
San José escogió libremente servir a Dios, a quien entregó su vida consagrándola a una misión concreta a la que fue llamado por el mismo Dios.
Entre el siervo y el señor existe una relación personal, de lealtad entre ambos, que genera confianza. El señor confía en el siervo y el siervo se fía de su señor.
Un hombre que tiene una clara conciencia de su condición de siervo sabe que está para servir y acepta libremente ese servicio, lo quiere deliberadamente y, por ello, es fiel, permanece firme a pesar de las dificultades, de los obstáculos o inconvenientes que puedan surgir en el camino.
San José se puso al servicio de Dios, que le confió el cuidado de su familia, de su Hijo encamado y de su Madre santísima, que era su esposa, y nada ni nadie le desvió de ese servicio. Ningún obstáculo, ninguna dificultad, ninguna amenaza logró romper el compromiso de servicio que había adquirido. Se mantuvo en su puesto y a él subordinó cualquier legítima ambición que hubiese podido albergar. Toda su vida la dedicó a ese servicio; a ese servicio lo supeditó todo, en él consumó su vida.
Hoy no está bien visto el servir. Parece un menosprecio para la persona que sirve siempre que no se trate de servir a un partido político, a un gobierno, al Estado o a una empresa determinada y siempre que ello conlleve una remuneración económica. Sin embargo, la Iglesia llama a los santos siervos de Dios y el Papa tiene como uno de sus títulos más apreciados el de siervo de los siervos de Dios que viene usando desde hace más de catorce siglos.
Jesús nos dice en el Evangelio que El no ha venido a ser servido, sino a servir y, para demostrar que no eran meras palabras, se puso de rodillas y lavó los pies a sus discípulos, misión siempre reservada a los siervos.
Quiso con ello enseñarnos que el servir no es algo malo, ni rastrero, ni humillante para la dignidad del hombre y que la condición de servidor no es ningún desdoro ni humillación. Ninguna madre se considera humillada cuando sirve al hijo que ama; ninguna esposa y ningún esposo considera humillante servir a quien ama.
Cuando se ama, el servir no es trabajoso y, si lo fuere, también se ama ese trabajo, ese servicio.
Tal vez esté mal visto el servir porque no está bien vista la virtud de la humildad. El soberbio que se considera más que los demás difícilmente se abajará servir a quienes considera inferiores a él mismo.
San José fue un hombre sencillo, fiel y prudente que no tuvo otro fin en su vida que ser fiel al encargo recibido.
Si la fidelidad engendra confianza en quien se fía, también engendra responsabilidad en el sujeto de esa confianza. Esta responsabilidad genera prudencia, que es virtud que enseña la moderación en el comportamiento, acomodándolo siempre a lo que resulta más sensato, discreto y exento de peligro.
San José fue fiel, fue leal al Señor, fue firme en guardar la palabra dada, la promesa hecha a Dios y ello, aun en medio de dificultades, sin poner pegas al querer divino; y fue prudente al buscar siempre lo más seguro para preservar a Jesús y a María, tomando las decisiones que, con lo datos de que disponía, eran las más convenientes para la familia a cuya cabeza le había puesto el Señor.
La fidelidad es una virtud que inclina a la voluntad a cumplir con rectitud de intención, sinceramente y exactamente las promesas hechas, a Dios, en primer lugar, pero también a los demás. Es fiel quien es leal a lo prometido y a quien se lo ha prometido.
En el cristiano, la fidelidad conlleva ser leal con la fe que profesó en el bautismo, luchando por acomodar su vida a las exigencias de la misma. No en vano, la Iglesia llama a sus miembros fieles.
Uno de los atributos divinos más resaltados en el Antiguo Testamento es la fidelidad de Dios. Dios es fiel y guarda su alianza y su amor por mil generaciones a los que le aman y guardan sus mandamientos y el salmista añade: La palabra del Señor es sincera y todas acciones son leales; él ama la justicia y el derecho y su misericordia llena la tierra.
Esta fidelidad de Dios tiene su manifestación más plena y su más perfecta consumación en Cristo, en quien se cumplen todas las promesas hechas a los patriarcas del Antiguo Testamento.
La lealtad de Dios a sus promesas exige la correspondencia del hombre a sus compromisos con Dios. El amor de Dios hacia el hombre, que le hace fiel, exige una correspondencia del hombre para con Dios. El amor infinito de Dios espera ser correspondido por el hombre. Y esta correspondencia se plasma en la fidelidad.
Cuando estuvo Juan Pablo II en España el año 1982 dejó escrito un mensaje para los seminaristas españoles que es aplicable a todos nosotros eliminando, como es natural, aquellos aspectos específicos solo a ellos aplicables.
La fidelidad, les decía, no es una actitud estática, sino un seguimiento amoroso, que se concreta en donación personal a Cristo para prolongarlo en la Iglesia y en el mundo.
Concretaba esta fidelidad en tres apartados: a Cristo, a la Iglesia y a la propia vocación.
Ser fiel a Cristo, añadía, es proclamarlo como Señor resucitado, presente en la Iglesia y en el mundo; centro de la creación y de la historia; razón de nuestra propia existencia.
Ser fiel a Cristo es amarlo con toda el alma y con todo el corazón, de forma que ese amor sea la norma y el motor de todas nuestras acciones
La fidelidad a Cristo, a los designios del Padre en bien de toda la humanidad alcanza en la cruz su máxima y culminante expresión. De ahí que es imprescindible la renuncia y la mortificación. ..
Creo que la renuncia a nuestros caprichos y la mortificación de nuestros gustos desordenados son el principal obstáculo en nuestro camino de fidelidad al Señor.
Existe un pasaje en el Evangelio que me parece especialmente ilustrativo, todos lo son, a este respecto. Nos lo cuenta san Juan en el capítulo sexto de su evangelio.