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16 agosto 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

Yo quisiera, Señor, que esa situación me mostrara la enseñanza que tú quieres que aplique a mi vida. ¿Puede nadie afirmar con fundamento que Pedro no te quisiera, que tú le fueras tan indiferente como un desconocido cualquiera? ¿Es siquiera verosímil que tus discípulos, los que huyeron, mudaran tan repentinamente de ánimo que convirtieran tres años de amistad y de fidelidad en un voluntario y deliberado apartamiento de ti? Si ello fue así, poco duró su actitud, pues todos fueron volviendo, baja la cabeza por el remordimiento y la pena, al Cenáculo. Judas fue el único que no volvió, pero ése sí que te había rechazado con plena determinación, endureciendo su corazón cuando durante la Cena tú le tendiste varias veces la mano para salvarle sin que él quisiera aceptar tu ayuda.

Volvieron al punto de reunión casi por instinto. ¿Dónde iban a ir, si no? Y allí se encontraron con los amigos de siempre: ya no estaban solos con su dolor, que en la soledad les resultaba insoportable. Se encontraron también con la Virgen, tan comprensiva, ahora también Madre suya, que les dio serenidad y les preparó para la hora de la Resurrección, consolándoles como si fueran niños, dándoles la esperanza del perdón, impidiendo que el desaliento les venciera.

Entre la muerte y la resurrección: ésta es, Jesús, me parece, la situación del que se aparta de Dios. Tú has muerto en su alma y el pecador siente el helado vacío, la espantosa soledad del que se ha quedado a solas consigo mismo. Las dos mismas reacciones que observamos en los discípulos se dan en él, si es que tiene todavía algún amor hacia ti, si todavía queda algo de sensibilidad en su corazón: una mezcla de vergüenza y remordimiento y una profunda sensación de desaliento. Cuando un pecador busca a Dios —y todos somos pecadores— hay momentos negros en que la tentación del desaliento, la más venenosa de entre las tentaciones, se hace presente en el alma rota y atribulada. Es temible el fondo de soberbia que todo nacido de mujer conserva en lo más profundo de su ser; ese fondo de soberbia que hace que la vergüenza que invade al pecador después de su pecado vaya mezclada con un cierto mal humor, con un algo de impaciente fastidio por haber caído de nuevo. Entonces es cuando, por la miseria de la naturaleza concebida en pecado, en lugar de un Dios que nos hizo a su imagen y semejanza, el hombre en pecado hace un Dios a imagen y semejanza suya, un Dios mezquino, un Dios de aspecto malhumorado que le mira con el ceño fruncido y cara de desprecio, como si le repeliera y no quisiera saber de él. Y sin embargo, la realidad es justamente lo contrario: un Padre afligido por nuestra propia desgracia que sólo espera un gesto de nuestra parte para perdonar y olvidarlo todo, para curarnos las heridas, resucitar nuestra alma y devolverle la paz y la alegría, y que como el padre del hijo pródigo, corre a nuestro encuentro apenas damos algún paso para volver a la casa paterna.

Es el momento que aprovecha el enemigo de Dios para deslizarse en el interior del alma despertando, con apariencias de humildad (¡y es refinada soberbia!), confusas ideas de pesimismo: un fracaso más que añadir a la ya larga lista de nuestra vida. ¿Para qué luchar, si siempre va a ser lo mismo? ¿Acaso no es nuestra vida una montaña de propósitos frustrados, de caídas que coronan monótonamente cada intento de lucha, una especie de vasta necrópolis llena de ruinas? ¿Acaso cada caída no hace más débil y convencional el propósito de levantarse y seguir andando, como si tal propósito se formulara ya con la convicción de que no iba a servir de nada?

Es terriblemente venenoso el modo tan sutil como el enemigo aprovecha la más leve ocasión, la más mínima tara de la naturaleza caída, para dañar derechamente el punto más vital del alma, precisamente allí donde más daño puede hacer. El desaliento, el abandono de la lucha equivale a la rendición sin condiciones. La oscuridad que envuelve al pecador es tal que le impide ver tu mano que se extiende hacia él para levantarlo, casi en ademán suplicante, esperando tan sólo un gesto para ponerlo en pie de nuevo. ¡Qué fácil es entonces perder la serenidad y abandonarse a la desesperanza! ¡Qué sencillo dejarse estar, renunciar a toda tentativa de seguir esforzándose! Tan sencillo como para tus discípulos abandonarse a sus negros pensamientos, a sus oscuros temores, a la pasividad de dejarse estar dando por terminada toda aquella luminosa etapa de su vida, como los discípulos de Emaús.

Es entonces el momento de volver la mirada hacia la Virgen. Ella sabe mucho del sufrimiento, puesto que estuvo al pie de la Cruz viendo lo que con nuestros pecados hacíamos contigo, su Hijo; pero también sabe mucho de la razón por la que tú fuiste voluntaria y deliberadamente al patíbulo. Ella recuerda tus palabras: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Le 23, 24); sabe que fue allí, en el Calvario, donde Ella nos recibió como hijos, y que su inmenso dolor fue el que acompaña al nacimiento de una nueva criatura. Sobre todo sabe que su papel en la Redención perpetúa aquella actitud que, en la noche del Viernes Santo —del primer Viernes Santo— mantuvo la serenidad y la esperanza, la fe y el amoroso recuerdo de los años pasados contigo en aquellos hombres tristes por su cobardía y derrotados por el gran fracaso.

Ésa es la hora de que el pecador vuelva los ojos a la Madre de los redimidos —nuestra—, y, como niño asustado, se refugie entre sus brazos dejándole a Ella el cuidado de velar por él mientras llega la hora de la resurrección. Pienso, Jesús, que nada peor puede suceder al que pierde la gracia que quedarse a solas con su pecado. Entre la actitud de Judas y la de Pedro hay un abismo inconmensurable, justamente el que separa la salvación de la perdición. Judas rehuyó la compañía de los que habían sido los suyos. Sumido en plena desesperación, incapaz de soportar la humillación de volver a los que por su culpa tanto habían sufrido, sin poderse soportar siquiera a sí mismo, se suicidó. Acaso pensara que así lo arreglaba todo; en realidad, hizo que todo fuera peor. ¿No es cierto, acaso (y a poco que pensemos me parece que todos tenemos una cierta experiencia personal), que encontramos en nuestro orgullo una fuerte resistencia a aceptar nuestro mal comportamiento? Judas era, sin duda, uno de ésos, porque su soberbia era inmensa, ya que todo era preferible para él a la humillación de agachar la cabeza y reconocer su culpa ante los suyos.