Página inicio

-

Agenda

31 julio 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

UN HOMBRE DE FE (2 de 2)

Todos, o al menos la mayoría, habremos tenido la oportunidad de haber presenciado un amanecer. La oscuridad más absoluta lo envuelve todo; nada es perceptible, sino son unos puntos de luz situados a millones de kilómetros de distancia: las estrellas, pero poco a poco la luz va transformando el paisaje, que aparece bello y hermoso. Es el mismo que había cuando era plena noche, pero ahora la claridad nos hace percibir lo que antes existía pero no se veía. El temor que a tantos causa la oscuridad se convierte en seguridad.

Algo parecido ocurre con la fe. Le ocurrió a san José. Antes de que Dios nos ilumine con el don de la fe, todo es oscuridad e inseguridad, pero, una vez iluminados, todo cambia de color y la luz y la seguridad dan paz y tranquilidad.

Es que la fe es luz. La Iglesia siempre nos ha enseñado que la fe es iluminación del entendimiento, mediante la cual se perciben las cosas divinas.

Pero para ello es precisa la humildad. El engreído, el soberbio, el autosuficiente se considera capaz de ver por sí mismo, no cree necesitar de otro que le ilumine, cree no necesitar de Dios. Alguien ha dicho que la fe comienza donde termina el orgullo.

San José, a pesar de la oscuridad, de no comprender lo que veía, se mantuvo firme precisamente porque era humilde; cree con sencillez lo afirmado por el ángel y confía plenamente en el Señor.

La fe es certeza en las cosas que se esperan; y prueba de las que no se ven, dice la Carta a los Hebreos.

Con estas palabras, el autor sagrado nos indica que, si la fe es un modo de conocer, no lo es como otros modos del conocimiento humano. No es evidente, no se ve con los propios ojos; no es una demostración racional como pudiera ser una ecuación matemática; no se apoya en el testimonio de otra persona humana y, por eso, no se trata de fe humana, como podría ser la fe en quien nos vende algo que nosotros consideramos auténtico porque nos fiamos de su honradez profesional; es una fe sobrenatural porque nuestra confianza está en Dios mismo que nos propone el objeto del acto de fe y Dios es la verdad suprema que no puede mentir, que no puede actuar de mala fe, y, por ello, que no puede engañarnos, como señalamos en otro lugar.

Dice el texto citado que la fe es prueba de lo que no se ve. No es una opinión ni una sospecha; no es una hipótesis de trabajo en la que no se encuentra una seguridad absoluta.

Cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento y de voluntad. Ahora bien, esta fe que «es el principio de la humana salvación» la Iglesia católica profesa que es una virtud sobrenatural, por la que... creemos ser verdadero lo que por El ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, sino por la autoridad del mismo Dios que revela.

Esta fe en Dios engendra necesariamente confianza de la que nace la esperanza que nos lleva al convencimiento de poder alcanzar aquello que Dios propone, por más arduo e incierto que se presente. Nada, pues, debe desanimarnos porque sabemos que, si Dios nos pide algo ciertamente difícil, Él nos dará los medios para conseguirlo.

Esperar es estar a la espera de un bien deseado, aún no poseído, pero que confiamos ciertamente que llegaremos a alcanzar, a poseer.

Naturalmente que lo deseado debe ser un bien, el mal nunca puede ser deseado; un bien que no poseemos pero que deseamos poseer y tenemos confianza, casi seguridad, de que llegaremos a poseer.

Es una esperanza apoyada en la confianza que da el saber que Dios nunca falla. La esperanza humana siempre va acompañada de la incertidumbre, pero, cuando se apoya en Dios, entonces se hace firme y cierta de llegar a conseguir lo que se espera.

Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?

Dios es fiel a sus promesas. Podemos perfectamente ver dirigidas a nosotros aquellas palabras que dijo Dios a Abraham: No temas. Yo soy tu escudo. La esperanza es producto de la confianza que, a su vez, se fundamenta en la fe. Dios nunca falla, siempre es fiel.

El hombre a veces no puede mantener lo prometido porque es débil; otras, no quiere, porque es versátil; algunas nunca quiso, simplemente engañó al prometer, porque es embustero. Pero esto no se da; no se puede dar en Dios.

Esta confianza no puede llevamos a la inoperancia, a tomar una actitud pasiva, de no hacer nada, esperando que Dios emplee su poder para libramos de dificultades y obstáculos.

No actuó así san José. Se fía plenamente de Dios, pero emplea todos los medios a su alcance, los que le dicta la prudencia, para buscar la mejor solución. Confianza absoluta, plena, en Dios, pero poniendo siempre los medios humanos disponibles, sabiendo que eso es lo que espera de nosotros el Señor.

Lo cual no quiere decir que nuestra fe no sufra altibajos, que no existan momentos de duda, que no haya momentos en la vida que parezca naufragar nuestra confianza en Dios. Es la hora de suplicar con Pedro: ¡Señor, sálvame! En la seguridad de que también a nosotros nos dirá el Señor: hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?

Creer en Dios significa para el hombre adherirse a Dios mismo, confiando plenamente en Él y dando pleno asentimiento a todas las verdades por El reveladas, porque Dios es la verdad.

La fe es una necesidad.

En el plano humano, el hombre es un ser tan indigente que precisa apoyarse en los demás para poder vivir. En la vida, nadie puede dar un paso, si no se fía de los demás. Son tales sus limitaciones que la pretensión de autosuficiencia es pura ilusión, una mera utopía.

Si, en el orden humano, la fe, la fe humana o natural, es una necesidad, en el plano sobrenatural, su necesidad es absoluta. Si la condición del hombre es tremendamente limitada para conocer la mayoría de las cosas necesarias, esa limitación es total cuando ascendemos al orden sobrenatural que, como la misma expresión indica, está por encima de la naturaleza.

Precisamente por su absoluta necesidad y por superar las facultades naturales, es un don de Dios. Un don gratuito que Él a nadie niega cuando se le pide humildemente, porque, si Dios quiere que todos los hombres se salven y la fe es necesaria para salvarse, es fácil deducir que Dios a nadie niega ese don de la fe. Nadie puede agradar a Dios, si no está cerca de Él y nadie puede estar cerca de alguien en quien no cree.

Para agradar a Dios, es precisa la fe, el acto de fe por el que libremente aceptamos lo que Dios nos propone, nos revela.

Junto a la fe y la esperanza que llevan a san José a confiar plenamente en el Señor, aparece la fortaleza para hacer frente a las dificultades que le surgen en el camino, para enfrentarse con la dificultades y vencerlas con energía.

La huida a Egipto no fue un camino de rosas, como gustan pintarlo los evangelios apócrifos. Sin duda hubo muchas dificultades que san José lidió con la fuerza que le daba su fe y su confianza en Dios, porque la fe no solo da fuerza para realizar grandes proezas, como vemos que con frecuencia hicieron los santos, sino que también otorga al hombre la fortaleza necesaria para perseverar en el bien y soportar todos los sufrimientos físicos y morales que nos depara la vida.

San Mateo, al darnos a conocer estos dos episodios de la vida de san José, nos enseña que nuestra vida de cristianos debe cimentarse en la fe que nos hace confiar en Dios, vivir llenos de esperanza y adquirir la fortaleza necesaria para luchar con osadía y valentía contra cuanto se oponga a nuestra condición de cristianos.