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MODELO DE TRATO CON JESÚS (4 de 4)
Lo primero es saber que la sagrada Comunión no es un acto más, no es un rito, no es una comida entre amigos, no es un acto social, es recibir al mismo Dios, porque sabemos por la fe que de ese trocito de pan ha desaparecido la esencia del mismo, aunque se mantengan los accidentes, para, después de las palabras de la Consagración pronunciadas por el sacerdote, convertirse en el cuerpo, el alma y la divinidad de Jesucristo.
Si cualquiera de nosotros nos consideramos honrados ante la visita de algún personaje importante de la vida social, cuánto más deberemos sentirnos cuando el que viene a nosotros es el mismo Dios.
La segunda de las disposiciones es estar en gracia de Dios. Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental, a no ser que concurra un motivo grave y no haya posibilidad de confesarse; y en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta que incluye el propósito de confesarse cuanto antes, es lo dispuesto por la Iglesia siempre atenta con el respeto a la sagrada Eucaristía, que es claramente profanada al recibir la Comunión en pecado mortal. Las palabras de san Pablo mencionadas más arriba son extraordinariamente esclarecedoras al respecto.
Uno de los fenómenos más llamativos de nuestra época es la afluencia masiva de cristianos a recibir la sagrada Comunión y la ausencia casi total de los mismos a la hora de acercarse al confesonario para recibir el perdón de Dios.
El Papa Benedicto XVI recuerda con dolor este fenómeno y nos exhorta vivamente a superarlo. Estas son sus palabras: Efectivamente, como se constata en la actualidad, los fieles se encuentran inmersos en una cultura que tiende a borrar el sentido de pecado, favoreciendo una actitud superficial que lleva a olvidar la necesidad de estar en gracia de Dios para acercarse dignamente a la comunión sacramental. En realidad, perder la conciencia de pecado comporta siempre también una cierta superficialidad en la forma de comprender el amor mismo de Dios.
El mismo Pontífice ha denunciado reiteradas veces la dictadura del relativismo en que vive inmersa la sociedad actual, que deja el campo abierto a un subjetivismo que lleva a los fieles a olvidar que no son ellos los que pueden determinar qué actos son pecado mortal y cuáles no, conforme a su criterio u opinión, pues Jesucristo dejó esa misión a la Iglesia, que la ejerce a través del Magisterio del Papa y los Obispos unidos al Papa.
Ya Pío XII decía en los años cincuenta del pasado siglo que el mayor pecado del siglo xx era el haber perdido el sentido de pecado, pero entonces era raro que se acercase alguien a comulgar sin antes haber pasado por el confesonario.
Esta superficialidad en el trato de las cosas santas ha causado siempre hondo pesar en las almas enamoradas de Dios que se han apresurado a reparar con su amor a Dios semejante desamor y a pedir a otras almas el mismo deseo de reparación. Esta era una constante en la predicación de san Josemaría Escrivá, que dejó escrito en Forja: Ama a Dios por los que no le aman: debes hacer carne de tu carne este espíritu de desagravio y reparación.
Hemos de pensar que, si cualquier familia prepara su casa para recibir a algún personaje ilustre procurando que no aparezca ni una brizna de polvo, ¿qué huésped hay más ilustre, de mayor categoría, que Dios Nuestro Señor que viene a nuestra alma?
Por último, la Iglesia nos recuerda cuál debe ser la disposición de nuestro cuerpo con la ley del ayuno eucarístico.
Es una ley eclesiástica modificada por el legislador conforme a las exigencias de los tiempos. Hoy está establecido que quien vaya a recibir la santísima Eucaristía ha de abstenerse de tomar cualquier alimento y bebida al menos desde una hora antes de la sagrada Comunión, a excepción solo del agua y las medicinas, advirtiendo que las personas de edad avanzada o enfermas, y asimismo quienes las cuidan, pueden recibir la santísima Eucaristía, aunque hayan tomado algo en la hora inmediatamente anterior.
Es fácil comprender que el espíritu de la ley va más allá que la letra de la misma y que, si está dictada desde el respeto, que es amor, a la sagrada Eucaristía, debe ser el amor, la delicadeza, la que nos mueva a la hora de cumplir este precepto. No se casa con esa delicadeza y ese amor el milimetrar los segundos para cumplir la letra de la ley con el deseo sincero de recibir al Señor, ofreciéndole lo mejor también en este sentido.
Asimismo afecta al cuerpo el modo como vamos vestidos para recibir al Señor. Cualquier persona normal procura presentarse correctamente ante los demás y no se comprende que para ir a la oficina o el trabajo cumpla con unas normas exigidas por la más elemental educación y, cuando se acerca al comulgatorio, lo haga de cualquier manera por el simple hecho de estar de vacaciones o en el pueblo. Más parece que, para algunos, el Dios del pueblo o del lugar del veraneo es distinto y de menor categoría que el de la ciudad.
Expresión de respeto es el agradecimiento. Ese respeto que suscita en nosotros la persona que por algún motivo consideramos superior nos incita a agradecerle la atención que ha tenido con nosotros de dedicarnos unos minutos, recibirnos en su lugar de trabajo o visitarnos en nuestra propia casa.
Nadie que nos atienda, por más elevada que sea su categoría, estará a la altura de Nuestro Señor Jesucristo, que es a quien recibimos en la sagrada Comunión.
San Josemaría Escrivá decía en una de sus homilías: Es de bien nacidos ser agradecidos, y nosotros debernos agradecer a Jesús el hecho maravilloso de que se nos entregue Él mismo. ¡Que venga a nuestro pecho el Verbo encarnado! ¡Que se encierre en nuestra pequeñez el que ha creado cielos y tierra!... La Virgen María fue concebida inmaculada para albergar en su seno a Cristo... No os alejéis del templo apenas recibido el Santísimo Sacramento... No seamos mezquinos. Amor con amor se paga. De santa Teresa de Jesús son estas otras palabras: No suele Su Majestad pagar mal la posada, si le hacemos buen hospedaje.
Parece de sentido común que dediquemos unos minutos para agradecer al Señor el que se haya dignado venir a nosotros hasta hacerse nuestro alimento. A veces damos la impresión de no decirle nada, de distraernos de inmediato bien con los cánticos, bien rebuscando en el monedero unas monedas para depositarlas en el lampadario que nos coge de camino, bien marchándonos directamente a la calle.
En el Evangelio quedó constancia del disgusto que produjo al Señor el desagradecimiento de aquellos nueve leprosos que, habiendo sido curados, no acompañaron a su compañero para darle las gracias.
No es la gratitud planta cultivada por el hombre y siempre ha sido así. Somos demasiado soberbios para considerar como un regalo lo que consideramos como un derecho.
Si el Señor se queja del desagradecimiento de los nueve leprosos curados, san Pablo recuerda en sus cartas hasta en treinta y cuatro ocasiones el deber de ser agradecidos con Dios. Así, por ejemplo, recuerda a los filipenses que sean siempre sus plegarias acompañadas de acción de gracias.
El Señor agradece siempre con generosidad esos minutos que le dedicamos después de recibirle en la Comunión. Santa Teresa, que es mujer experimentada, dice que es tan agradecido el Señor, que un alzar los ojos con acordamos de Él no deja sin premio.
San José no debe ser ajeno a esta acción de gracias nuestra con el Señor. Cuando estemos torpes para expresar nuestra gratitud a Dios, podemos acudir a su intercesión para que él, juntamente con su esposa la Virgen, suplan nuestra deficiencia y, como hacen los padres con sus niños pequeños, se encarguen de agradecer lo que nuestra torpeza o poquedad nos impiden hacer.
Ser agradecidos con el Señor, darle gracias, es una muestra más del respeto que debemos a ese Jesús a quien san José trató como a hijo, pero respetó como a su Dios.