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24 julio 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

UN HOMBRE DE FE (1 de 2)

San Mateo nos cuenta que, entre los momentos difíciles que hubo de superar san José, hay dos especialmente duros, dramáticos y angustiosos y, en ambos, aparece como un hombre de fe, que se fía plenamente de Dios.

Son semejantes, aunque diferentes. En el primero, la intervención divina le libera y da paz; en el segundo, el mensaje le causa angustia e inquietud.

La primera intervención se da cuando descubre que su esposa, que aún no convive con él, está en estado de buena esperanza con su desconocimiento, siendo así que él es su legítimo esposo. Su sorpresa fue tan grande y su dolor tan intenso que pensó abandonarla, pues, si la denunciaba, muy probablemente terminaría siendo lapidada. Fue entonces cuando, estando él considerando estas cosas, he aquí que un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, pues lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo.

San José no necesitó ninguna otra aclaración, se fía de Dios; no pregunta, no se interesa en el modo como ha podido realizarse aquello, pero sí actúa, no dice una palabra, pero acepta el mensaje de Dios y recibe en su casa a la que hasta ese momento era solamente su esposa.

El otro pasaje es el de la huida a Egipto. Hace unos meses, algo más de un año, tal vez dos, que nació el niño en circunstancias humanamente poco halagüeñas, pero aquella situación pasó.

Se ha instalado con su familia en una casita de Belén; seguramente ha reabierto su taller y no le falta trabajo; ha conseguido una cierta estabilidad económica y no parece pensar en volver por entonces a Nazaret; la visita de los Magos les ha dado prestigio y sus regalos han aliviado un tanto su situación y, entonces, aparece el ángel para anunciarle un peligro inmediato, grave e imprevisto. Le dice: levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y estate allí hasta que yo te diga, y le da una razón poco tranquilizadora: porque Herodes busca al niño para matarlo.

Tampoco en este caso dice nada; simplemente se fía de Dios y pone en práctica lo ordenado por el ángel. Debió de ser duro y, además, desconcertante el motivo de semejante peligro.

Los que han experimentado un despertar repentino y violento para anunciarles algo desagradable saben del nerviosismo, la desazón y el malestar que se experimenta. El desconcierto nubla el entendimiento, que encuentra difícil tomar la decisión más adecuada.

Es verdad que a san José se le da esa solución: que marche a Egipto, pero eso no le liberaría, como le pasaría también a la Virgen, del temor, la zozobra y el nerviosismo de tener que huir sin poder dar razón a nadie de su determinación y conociendo la posibilidad de que los esbirros de Herodes les siguiesen los pasos.

Ve el problema, conoce la solución y, sin otro apoyo que el querer divino, lo pone en práctica, lo ejecuta. No se le ve vacilante, más bien aparece como un hombre responsable, que hace frente al problema, fiado de Dios.

Tal vez nosotros hubiésemos mostrado nuestras quejas o dado nuestra opinión sobre el lugar elegido. Sin duda habría otros más cercanos, con un viaje menos peligroso, con idéntica o superior seguridad, pero san José no dice nada, simplemente recoge la advertencia, el aviso, y se pone en camino. Si Dios me ha señalado Egipto, pensaría él, sus razones tendrá; mi cometido es creerle, obedecerle y poner manos a la obra.

Comentando este pasaje dice san Juan Crisóstomo: Al oír esto, José no se escandalizó ni dijo: esto parece un enigma. Tú mismo me decías no ha mucho que El salvaría a su pueblo, y ahora no es capaz de salvarse a sí mismo, sino que tenemos necesidad de huir, de emprender un viaje, un largo desplazamiento... Pero nada de esto dice, porque José es varón fiel. Tampoco pregunta por el tiempo de la vuelta, a pesar de que el ángel lo había dejado indeterminado, pues le había dicho: Y estate allí hasta que yo te diga. Si embargo, no por eso quedó paralizado, sino que obedece y soporta todas las pruebas con alegría.

La fe es fiarse plenamente de Dios; acoger su verdad en cuanto garantizada por Él, que es la verdad.

Si la fe, en sentido genérico, es el asentimiento a una proposición que alguien nos hace por la confianza que nos merece su credibilidad, la fe en Dios, o fe sobrenatural, es la más lógica de cuantas puedan existir, pues, si las personas nos podemos equivocar e, incluso, actuar de mala fe, esto nunca puede darse en Dios, que ni puede mentir ni se puede equivocar ni mucho menos actuar de mala fe. San José se fía absolutamente de Dios y, sin requerir mayores explicaciones, ejecuta sin dilación el querer divino.

Juan Pablo II se refería en una ocasión a la fe de la Virgen que había merecido ser acreedora a la primera bienaventuranza contenida en el Evangelio y pronunciada por su parienta Isabel: bienaventurada, bendita, porque has creído, poniendo en su parangón la fe de san José.

Con anterioridad había escrito: Al comienzo de esta peregrinación, la fe de María se encuentra con la fe de José. Si Isabel dijo a la Madre del Redentor: «feliz la que ha creído», en cierto sentido se puede aplicar esta bienaventuranza a José, porque él respondió afirmativamente a la Palabra de Dios, cuando le fue transmitida en aquel momento decisivo. En honor a la verdad, José no respondió al «anuncio» del ángel como María; pero hizo como le había ordenado el ángel del Señor y tomó consigo a su esposa. Lo que él hizo es genuina «obediencia» de la fe.

Se puede decir que lo que hizo José le unió en modo particularísimo a la fe de María. Aceptó como verdad proveniente de Dios lo que Ella ya había aceptado en la Anunciación.

Tal vez nos pueda sorprender a los hombres de hoy el modo que tiene el Señor de comunicar a san José sus mandatos, deseos o decisiones y, sin embargo, es modo corriente en la Historia de la Salvación que Dios se manifieste en sueños a los patriarcas o a los profetas para indicarles sus deseos o mandatos. A ellos se podrían aplicar aquellas palabras de la Escritura santa: Yo dormía, pero mi corazón estaba vigilante y es que a nosotros, inmersos en la cultura del ruido, nos resulta difícil escuchar a Dios, que normalmente se da en el silencio y la quietud. Cuando la cabeza está llena de ruidos y ocupaciones, de preocupaciones y deseos, de proyectos y el corazón tan lleno de cachivaches que no le queda sitio al amor, entonces es muy difícil escuchar la voz de Dios.

San José está abierto a Dios, dispuesto a escucharle y decidido a seguirle. Desde su vida sencilla en la humilde aldea de Nazaret nos invita a estar abiertos a Dios, a retirarnos del bullicio de los sentidos, a dar más espacio al recogimiento interior, a escuchar a Dios que nos habla en el interior de nuestra conciencia.

Cierto que a veces esta voz de Dios, que nos habla en el interior de nuestra conciencia, es exigente y perturbadora, pero a la vez purificadora y eficaz.

San José, sin duda, se habría trazado su vida. Tenía su esposa, su casa, su oficio, su taller gracias al cual gozaría de una situación ciertamente modesta pero estable y segura, pero Dios vino a tirar por tierra esos planes con exigencias que serían perturbadoras, pero, gracias a su escucha y aceptación, pasó a formar parte del «misterio» de Dios, que le colocaba al cuidado de su Hijo y de la que, siendo Madre de Dios, era a la vez su esposa.

A nosotros nos puede pasar algo parecido: que tengamos también nuestros planes, que nos hayamos forjado un modo de vida o creado unas expectativas que Dios viene a desbaratar con otros proyectos, otras ilusiones u otras exigencias que no entraban en los nuestros. Nuestra postura no puede ser otra que la de san José: aquí estoy, Señor, dispuesto a hacer tu voluntad, seguro de que quien nos pide aquello nos dará las fuerzas necesarias para cumplirlo.