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23 julio 2024

Ignacio Domínguez. El Salmo 2. Ed. Palabra, Madrid, 1977

«Dirumpamus... proiiciamus»... Consignas de rebeldía

La verdad nos hará libres (Jn 8, 32). Y la verdad es que somos criaturas religadas necesariamente a Dios, con lazos de creación, con vínculos de elevación, con clavos de redención.

Si el hombre rechaza esas cadenas divinas, ca­denas de cielo, otras cadenas, cadenas de pecado, se le enroscan en el alma hasta ahogarla, hasta perderla eternamente.

Rechacemos su yugo

Yugo, podemos definirlo así: «Instrumento de madera con que se uncen dos fuerzas de tracción, formando yunta, es decir, emparejados el uno al otro».

Una yunta es cosa de dos; es cosa del hombre y de Dios que tiran conjuntamente.

Los hombres, por creaturas, fueron uncidos por Dios a su yugo.

Pero los hombres dicen: Proiiciamus iugum a no- bis: rechacemos su yugo.

Jesucristo hace un llamamiento a todos los hombres: Cargad mi yugo sobre vosotros (Mt 11, 19). Es su voluntad universal.

Pero los hombres, rechazando la salvación de Cristo, dicen: Proiiciamus iugum a nobis.

La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, dice: El matrimonio es un conyugio, es indisoluble; el sacerdocio imprime carácter, es para siempre...

Pero los hombres, que no quieren compromisos definitivos, dicen: Proiiciamus iugum a nobis: ma­trimonio a prueba, sacerdocio a prueba...

Proiiciamus iugum! es el grito rebelde del hom­bre que no quiere someterse a los planes de Dios; es —según San Bernardo— el décimo grado de la soberbia, que desemboca en lo que el mismo autor llama «la costumbre de pecar».

Una cosa es pecar, doliéndose de ello, sabiendo que se hace mal y deseando obrar mejor; y otra muy distinta es creer que se hace el bien cuando se está haciendo el mal, decirlo, y enorgullecerse de ello.

El hombre ha arrojado lejos el yugo de Dios, la relación a Dios: el perezoso es un asténico; el orgulloso, un paranoico; el lujurioso, una víctima del desequilibrio hormonal... ¡Ya no existe el pecado! La sicología y el sicoanálisis lo reducen to­do a niveles puramente naturales, a enfermedades, a superación del oscurantismo de otros tiempos.

Proiiciamus iugum! El grito rebelde del hombre ha tocado fondo: lo que, desde Pío XII, se viene llamando «la pérdida del sentido del pecado».

Pero, ¿quiere decir esto que se quedarán sin yugo? No, se quedarán sin el yugo suave de Dios. Pero se someterán a otros. Y es que el hombre, una de dos, o se somete al yugo de la caridad o al yugo de la concupiscencia. San Agustín dice: Iugum Christi /ere nihil áliud quam pie vivere: el yugo de Cristo es la vida de piedad: pero la piedad, la oración, el trato con Dios, a muchos les cansa, les hastía, les resulta insoportable: ¡no están bajo el yugo de la caridad!: non amanti, iugum durum est: para el que no ama, el yugo de Cristo es pesado. Y surge la repulsa: proiiciamus iugum eius! Dirumpamus eius vincula!

¡Esclavos! Nada más esclavos del pecado.

Es necesario desagraviar. No se puede estar en las nubes.

Por eso, «no seas tan ciego o tan atolondrado que dejes de rezar a María Inmaculada una jacu­latoria siquiera cuando pases junto a los lugares donde sabes que se ofende a Cristo» (Camino, 269).