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Nosotros también pasamos por la tierra durante un tiempo limitado establecido por Dios; nosotros también estamos aquí para cumplir un quehacer, que, sin embargo, me parece, Jesús, que muy pocos se preocupan de averiguar. Quizá para facilitarlo a los hombres en este desquiciado siglo XX tú hiciste ver un 2 de octubre, en 1928, a tu siervo Josemaría Escrivá la razón de la existencia de todo hombre sobre la tierra: buscar la santidad —es decir, luchar por identificarse contigo, nuestro único modelo— según su propia modalidad, es decir, según la peculiar vocación de cada uno. Y para que no hubiera duda, ni pareciese una genialidad de una persona particular, tú quisiste que el Espíritu Santo lo proclamara solemnemente y de un modo universal en el II Concilio Vaticano.
Con el Opus Dei, hiciste ver a los que tú querías en el mundo, en medio del fragor de la vida, que no los excusabas de la santidad: a los solteros, a los casados, a los viudos, a los sacerdotes seculares: a todos los bautizados. Decía el Beato Josemaría que la santidad no estaba en carecer de defectos, sino en luchar contra ellos, en no pactar con ellos una paz que produce inquietud y que mata la alegría. Y lo expresaba con esa claridad, y con esa fuerza tan características de su modo de hablar y de escribir: «No me explico tu concepto de cristiano. ¿Crees que es justo que el Señor haya muerto crucificado y que tú te conformes con “ir tirando”? Ese “ir tirando” ¿es el camino áspero y estrecho de que hablaba Jesús?»
Yo te pido perdón, Jesús, por luchar poco y mal: por mis exámenes de conciencia, convencionales y con un dolor superficial, que por no llegar a la raíz no tienen ningún resultado. Porque si no lo siento, si no me duele de verdad lo que he hecho mal porque tú no querías que lo hiciera, ¿por qué razón he de hacer un firmísimo y eficaz propósito de no volverlo a hacer? Te pido que me perdones por no haber puesto más empeño en tomar muy en serio y seguir aquel consejo de Camino (n. 816): «Has errado el camino si desprecias las cosas pequeñas». Y yo, Señor, las he despreciado muchas veces porque me parecían cosas sin importancia: dejar abierta una puerta que debe estar cerrada (o cerrarla de un portazo), pactar con la pereza a la hora de levantarme —o a la hora de acostarme— con pretextos fútiles que ni yo mismo me creo, y llegar tarde donde y cuando debía llegar en punto, dar mi opinión en todo, provocando el fastidio de los demás que disimulan como pueden mi petulancia, aficionarme a un programa de televisión hasta el punto de no ser capaz de dejarlo por haberse convertido en casi una necesidad. Te pido perdón por el tiempo que pierdo, por mi ridicula suficiencia, por mi aburguesamiento, nacido de no tener en cuenta la primera de las condiciones que pusiste a los que quisieran ser tus discípulos: niegúese a sí mismo (Me 8, 34) dijiste. Perdón también por el mal ejemplo que doy con mis comentarios irónicos, por el desorden que nace del capricho y de la blandura con que me trato buscando —y consintiendo— lo que me gusta, lo que me apetece, lo que me resulta más fácil, en una palabra: la comodidad de deslizarme cuesta abajo por no tener la fortaleza suficiente para ir cuesta arriba. Y así, Señor, he tenido que dar la razón, una vez más y a costa mía, a aquel otro punto de Camino (n. 828):
Ha sido dura la experiencia: no olvides la lección. —Tus grandes cobardías de ahora son —está claro— paralelas a tus pequeñas cobardías diarias.
«No has podido» vencer en lo grande, «porque no quisiste» vencer en las cosas pequeñas.
Así es, Señor. Pero desde ahora quiero poner la lucha en posiciones avanzadas, cuanto más avanzadas mejor. Y así será posible que, cuando me llegue el momento de la muerte y de rendir cuentas, pueda, como tú, decir: todo está cumplido, bonum certamen certavi: he librado un buen combate. Ayúdame, Señor, a no malograr la modesta misión que me has encomendado en este drama de la salvación de las almas, con el fin de que a la hora de la verdad no se pueda decir de mí que no he pasado de ser un aborto de santo.