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Desde luego no se daban cuenta de la enormidad que estaban cometiendo. El odio que te profesaban les cegaba por completo, y en este sentido quizá no supieran lo que hacían. En cambio nosotros, cuando pecamos, ¿sabemos lo que hacemos? Sí lo sabemos, Señor. Sabemos que hacemos algo malo, y esto es bastante para que nos alcance la responsabilidad. Como tú dijiste, si no hubieras venido, y no hubieras hablado... Pero viniste y hablaste, y cuidaste de que lo que dijiste se conservara a través de los siglos por la enseñanza continua de tu Iglesia, la única fundada por ti, la Iglesia católica, apostólica, romana. Yo sí sé, Señor, que cuando hago algo que te desagrada, hago mal. No es que quiera ofenderte: me parece que pecar para ofenderte, sólo por acción diabólica puede explicarse. Nosotros pecamos porque buscamos el placer, el dinero, el poder, la venganza, o simplemente hacer lo que nos apetece u omitir lo que nos da pereza o es causa de alguna molestia, y pensamos que ojalá aquello no te ofendiera, como si al no hacerlo por odio hacia ti quitara importancia a nuestro pecado, o lo excusara.
Pero también sé, Señor, que eres tan bueno que te dejaste crucificar por la salvación de todos los hombres, de todos, y moriste en la cruz también por los príncipes de los sacerdotes, y por los soldados que se burlaron y te lastimaron, y por los que te escupieron, y por los sacrílegos y los homicidas, y por los adúlteros y los defraudadores de los pobres, y por los que te ignoran voluntariamente, y por los que convierten su vida en una mentira, y por los que inducen a otros al pecado, y por los codiciosos que hacen del dinero su dios. Podía decir, Jesús, con Luis de la Palma, que lo que hasta ti había sido un instrumento informal y deshonroso, se convertía en árbol de vida y escalera de gloria. Una honda alegría te llenaba al extender los brazos sobre la Cruz, para que supieran todos que así tendrías siempre los brazos para los pecadores: abiertos.
Y me da pena que haya tantos que no quieran recibir el beneficio de tu perdón; y también me da pena que yo sea tan poco generoso que te niegue constantemente esas pequeñas cosas que me pides y que, pienso, son como negar alivio a un enfermo ayudándole a cambiar de postura, o rehusar una moneda al pobre, que humillado, extiende su mano acuciado por la necesidad. Perdóname, Señor, porque tampoco yo sé lo que me hago cuando no doy importancia a esas faltas de amor, siendo así que tú me demos- trate el tuyo perdonándome ya antes de que te ofendiera. Ayúdame a poner en práctica lo que con insistencia nos recomendaba tu siervo el bienaventurado Josemaría Escrivá: «comprended, disculpad, perdonad, olvidad», porque yo quiero, Señor, parecerme a ti en todo, y cuando sienta, si me ofenden o me humillan (o lo que es peor, si a mí me lo parece), el deseo de pagar con la misma moneda, haz que me acuerde de tu generosidad con los que con tanta saña te maltrataron.
Pero además, hay aquí, Señor, en esta narración de tus evangelistas, un contraste muy fuerte, y diría que también muy aleccionador. Lo hay entre la soberbia de los que te insultaban en plena euforia de triunfadores (y en pleno resentimiento uno de los ladrones), y la humildad del ladrón que reconoció la justicia de su condena y la injusticia que se había cometido contigo. Pero no es éste el único contraste. Lo hay también entre el desafío de los judíos, pidiendo la prueba suprema —suprema para su gusto- para demostrar que realmente eras el Hijo de Dios vivo, y tu indiferencia ante el vocerío de los que te inculpaban. No es que los despreciaras —¿cómo ibas a despreciar tú a quienes amabas hasta el extremo de morir para que ellos pudieran vivir?—, sino que no ibas a reaccionar como un chiquillo falto de personalidad a quien basta decir: «¿a que no eres capaz de hacer...?» para que lo haga en el acto. Por otra parte, tampoco hubieran creído, ni te hubieran querido aunque hubieras bajado de la cruz perfectamente sano y en las mejores condiciones. Y tú, Jesús, estabas sufriendo demasiado para fijarte en lo que eran bagatelas en comparación con lo que ocupaba tu pensamiento. Y todavía faltaban algunos detalles para finalizarlo todo.
Sin embargo, sí tuviste despierta la atención para escuchar la defensa que aquel ladrón hizo de tu inocencia. No deja de ser notable que no encontraras apoyo en ninguno de los que se habían beneficiado de tu bondad y de tus milagros, y lo recibieras de un ladrón convicto y confeso que no te conocía, que jamás te había visto y que debía estar padeciendo lo indecible. ¿Qué sería lo que hizo que aquel reo cambiara de actitud?