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PERFECCIONAR LA UNIÓN
Repetición de actos de amor
San Juan ha escrito: Dios es amor. Se puede decir también: Jesús es amor. Y se debería poder añadir: El cristiano es amor.
En el seno de la adorable Trinidad la vida del Verbo es amar a su Padre, refluir, por un amor inmenso, hacia su fuente y devolverle todo lo que de El recibe.
Sobre la tierra el amor fue también su vida. El Verbo se ha encarnado por el amor que tenía a su Padre, a fin de revelárnoslo y conquistarnos para El. El amor le ha hecho hombre, el amor le ha clavado en la cruz. En el fondo de todos sus misterios, de todos sus trabajos, de todos sus sufrimientos, conserva el amor de su Padre: Vivo por mi Padre.
El mismo amor es el que le ha hecho pan y le retiene en el secreto del tabernáculo.
¿Qué hace en el impenetrable silencio de la Hostia? Antes que nada ama a su Padre.
El que comulga intentará vivir con Jesús: primero amará a Dios. Y le amará como lo exige el primer mandamiento, que contiene todos los otros: con todo su corazón, con todo su espíritu, con todas sus fuerzas. Es indudable que no es posible a la flaqueza humana hacer continuamente actos formales de amor. Pero al menos podemos, con la gracia de Dios, multiplicarlos de tal suerte que imperen de muy cerca los actos de las demás virtudes y ejerzan sobre nuestra vida una influencia cada vez más seria y más penetrante.
¡Es tan fácil hacer un acto de caridad! Basta un deseo del corazón. La acción más humilde, el menor sacrificio pueden transformarse en amor. «Todo lo que se hace por amor es amor, dice San Francisco de Sales; el trabajo, la fatiga y la muerte es amor cuando se la sufre por amor». Y por eso, dice el P. Lacordaire, «el amor de Dios es el acto supremo del alma y la obra maestra del hombre». «El más pequeño acto de puro amor, añade San Juan de la Cruz, vale más a los ojos de Dios y es más provechoso a la Iglesia que todas las demás obras reunidas».
«Nada hay en el mundo tan real y tan substancial como el amor de Dios. En comparación con esta gran realidad todo lo demás no es otra cosa que una verdadera qui mera; está vacío de sentido y se desvanece bien pronto. Un acto de amor es una obra completa; sus efectos son más poderosos, sus consecuencias más importantes que los efectos y las consecuencias de cualquier otro acto. La muerte por sí misma no podría igualar su grandeza. Y, sin embargo, ¿qué se necesita para constituir un acto de amor?
Una mirada del corazón que con la rapidez del relámpago penetra en los cielos. Tales actos pueden multiplicarse incalculablemente hasta en medio de las ocupaciones que aparentemente son más propias para distraer. Lejos de debilitarse por eso, reciben con la repetición una nueva intensidad, un poder desconocido. Sin embargo, no exigen ningún esfuerzo; hasta es para nosotros un placer el producirlas». (Faber.)
«Quien desea ardientemente el amor, di ce San Francisco de Sales, amará pronto con ardor». Por lo tanto, no cesemos nunca de amar. «¡Ah, si yo tuviera mil corazones para amarle, exclamaba Santa Margarita María, no sería demasiado!» San Pablo nos dice que el amor es no solamente el fin de los mandamientos, sino también la plenitud de la ley. Esto se comprende, porque así como él ha entregado a Dios a la criatura, el amor entrega la criatura a Dios y acaba su unión. El amor les hace uno; después de haberlos arrojado el uno en el otro les hace permanecer en él: El que permanece en el amor, en Dios permanece y Dios en él.
«Es de gran importancia, dice San Juan de la Cruz, que el alma se ejercite mucho en el amor, para que, consumándose rápidamente, no se detenga nada acá abajo, sino que llegue prontamente a ver a su Dios cara a cara».
»Es gran cosa, sigue diciendo, el ejercicio asiduo del santo amor. El alma que ha llegado a la perfección y a la consumación del amor no puede permanecer mucho tiempo, ya sea en esta vida, ya sea en la otra, sin ver la cara de Dios».
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¡Dios mío, amor mío! Vos sois todo para mí y yo soy todo para Vos. Dilatadme en el amor, para que aprenda a gustar en el fondo de mi cora zón cuán dulce es amar y fundirse y perderse en el amor.
Que el amor me arrebate y me eleve sobre mí mismo por la vivacidad de sus transportes.
Que cante el cántico del amor. Que os siga, ¡oh Amado mío!, hasta en las alturas de la gloria. Que todas las fuerzas de mi alma se agoten en alabaros, y desfallezca de alegría y de amor.
Que os ame más que a mí. Que no me ame a mí mismo sino por Vos, y ame en Vos a todos aquellos que os aman verdaderamente, como lo ordena la ley del amor que descubrimos en vuestra luz.
Imitación, lib. III, cap. V