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También los sinópticos mencionan a algunas mujeres, pero después. En este momento, sólo las tres estaban junto a tu cruz. Tratándose de amigos o parientes, la ley romana permitía su presencia junto a los condenados, en tanto no se acercaran a ofrecer socorros, porque los soldados estaban allí —entre otras razones— para impedirlo. Este grupo, al que hay que añadir a Juan, era visto por ti desde lo alto de la cruz. Con voz débil y trabajosa —nos dice San Juan—
Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su Madre: «Mujer, he ahí a tu hijo». Después dijo al discípulo: «He ahí a tu madre». Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa (Jn 19, 25-27).
Todavía no habías dado, Señor, todo cuanto tenías en la tierra: aún te quedaba tu Madre. Tus vestiduras se las habían repartido los soldados; la túnica inconsútil había sido sorteada entre ellos. ¿Qué sería de tu Madre ahora? La disposición de darla como tal a Juan venía a ser como el legado de un testamento, que Juan, que se consideró como hijo desde aquel momento, aceptó. Él cuidó en adelante de tu Madre como un hijo para quien su madre lo es todo. Con ella diste lo único que aún te quedaba.
No sabemos cómo en otros tiempos se vivía entre los cristianos el cuarto Mandamiento de la Ley de Dios, aunque no es muy difícil saber cómo se vive hoy. En todo caso, San Agustín, refiriéndose a este episodio, escribió: «Es una lección de moral. Hace lo que recomienda hacer, y como buen Maestro alecciona a los suyos con el ejemplo, a fin de que los buenos hijos tengan cuidado de sus padres (...). En esta sana doctrina aprendió el Apóstol San Pablo lo que enseñaba cuando decía: Quien no se cuida de los suyos, y sobre todo de sus domésticos, ha negado la fe y es más detestable que los infieles. ¿Y quiénes más domésticos que los padres para los hijos, y los hijos para los padres?» (Tract., 119, 2).
La Iglesia ha incluido una bellísima y expresiva secuencia en la Misa de los Dolores de la Virgen María (15 de septiembre): Quis est homo qui non fleret, Matrem Christi si videreí in tanto supplicio? ¿Qué hombre no lloraría si viera a tu Madre en un suplicio tan grande? Pero aquellos hombres no lloraban, se mofaban. Sin embargo, Ella, tan pura, tan inocente, tan humilde, tuvo que ver a su Hijo, a ti, atormentado y azotado por los pecados de su pueblo, «y morir abandonado cuando entregó su espíritu», sigue diciendo el texto litúrgico, consumiéndose de un modo en el que se concentraban, al mismo tiempo, todos los dolores del mundo. Ella aguantó hasta el final aquella tu trabajosa agonía, acompañándote en tu sufrimiento del único modo que podía hacerlo: estando de pie junto a la cruz como identificándose contigo y con la voluntad del Padre. No hay imaginación capaz de penetrar en el dolor de la Virgen, que quiso exponerse a la vista de todos como la madre de un ajusticiado, queriendo compartir la pública deshonra de su Hijo; Ella entendió entonces las palabras que Simeón pronunciara años antes en el Templo, tanto con referencia a ti como a Ella misma; Ella supo también cuál era el precio que había que pagar por el pecado. Y a nosotros nos enseñó que amar a su Hijo llevaba implícito el amor a la cruz; por eso, como solía decir el bienaventurado Josemaría Escrivá, puesto que tú eres sacerdote eterno, cuando bendices, bendices con la cruz. «Así que —añadía— cuando notes la cruz en tu vida, alégrate porque Jesús te está bendiciendo.» Y como junto a la cruz estaba Nuestra Señora, Ella es la que nos da fuerzas para perseverar juxta crucem Iesu.
No sólo diste a Juan a tu Madre, Jesús, sino a todos nosotros. Ella, con una fortaleza muy superior a la normal, con una fortaleza verdaderamente heroica y con una fidelidad jamás desmentida, estuvo al pie de la cruz viendo cómo agonizabas lentamente en medio de atroces sufrimientos. Tampoco salió de ella un mal gesto, una condena, una imprecación contra los que de manera tan cruel te trataban a pesar de que sabían que eras inocente. Si unida a ti había estado siempre por misteriosos lazos, más que nunca lo estuvo entonces compartiendo tu agonía, sin buscar consuelo alguno. ¿Cómo iba a buscarlo si tú, su Hijo, carecías hasta de la más mínima compasión de los que te contemplaban, si estabas siendo injuriado, objeto de las burlas del populacho? Stabat: así dice San Juan, firme y decidida a tu lado, de pie junto a la cruz. Pero no estoy muy seguro, Jesús, de que verla allí te sirviera de alivio; no me parece que la contemplación de su dolor, manifestado en el sufrimiento que denotaba su rostro, te sirviera de consuelo. Más bien creo que, de estar en tu mano, le hubieras evitado aquellas tres largilísimas horas, que debieron parecerle una eternidad. Y de ahí, de compartir contigo tus sufrimientos, le vino su condición de corredentora en un sentido único, nunca poseído por nadie más. Y lo hizo en perfecta conformidad con la voluntad del Padre, y con la tuya, que de modo tan concreto la manifestaste en Gethsemaní.
Nos la dejaste en herencia, Señor, y desde entonces ha sido para nosotros, los pecadores, para nosotros que hemos sido la causa de tus sufrimientos y los de Ella, la Madre más solícita, más comprensiva, más misericordiosa, más dulce y discreta de cuanto nuestra mente es capaz de imaginar. La hiciste Madre de los desamparados, refugio de los pecadores, consoladora de los afligidos..., siendo nada menos que Reina de los ángeles y Madre de Dios. Nosotros sí podemos decir, como su parienta Isabel, y hasta con más propiedad: ¿de dónde a mí tanto bien? Porque hay aún algo más hondo que esta solicitud material: «Jesús —son palabras de Juan Pablo II—, que había experimentado y apreciado el amor materno de María en su propia vida, quiso también que sus discípulos pudieran gozar, a su vez, de este amor materno como componente de la relación con Él en todo el desarrollo de su vida espiritual».
Yo quisiera, Señor, ser buen hijo de tal Madre, pero no lo soy. Un buen hijo no hace sufrir a su madre, pero me temo que en más de una ocasión yo sí la he hecho sufrir. Esta sensación se me agudiza cuando leo aquel punto de Camino que dice: «La Virgen Dolorosa. Cuando la contemples, ve su corazón: es una Madre con dos hijos frente a frente: Él... y tú» (n. 506). ¿Cómo no ha de sentirse desgarrada en su interior viendo —y padeciendo en sí misma— lo que unos hijos, a los que quiere entrañablemente, hacemps con el otro, sin ninguna compasión por Él ni por Ella?
Tú, Jesús, la has hecho poderosa: le has dado un irresistible poder de intercesión. Porque, ¿es concebible que tú niegues a la que sufrió contigo —mejor, o más aún—, a la que compartió contigo tu agonía, firme y en pie junto a la cruz, cualquier cosa que te pida en beneficio de aquellos por los cuales quisiste padecer y morir? Tú, que eres Cabeza de la Iglesia, has querido que recemos con frecuencia una oración a tu Madre que resulta asombrosa por lo que afirma. Me refiero al Acordaos. En ella se le dice a tu Madre que «jamás se oyó decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorando vuestra asistencia y reclamando vuestro socorro haya sido abandonado de Vos»: jamás, ninguno. ¿No es esto como darnos una garantía de que tu Madre —¡y nuestra!— es, verdaderamente, señal de salvación para los que la invocan?
Sin embargo, ¡hay tantos y tantos que no la invocan! Tú hiciste, Señor, cuanto se podía hacer para que la viéramos como la senda más segura, breve y eficaz para llegar a ti. Nos la diste por Madre, y ya sabemos hasta qué punto el instinto nos hace recurrir a Ella en cualquier peligro o dificultad. Haz, Señor, que nunca me considere tan mayor como para no necesitar a la Madre, ni tan soberbio o autosuficiente que tenga a menos, como si fuera una muestra de debilidad, acudir a Ella en los momentos de tentación; porque yo no quiero nunca más hacerla sufrir hiriéndote a ti.