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26 junio 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

MODELO DE TRATO CON JESÚS(3 de 4)

Una genuflexión piadosa ante el Sagrario es en sí misma un acto de adoración: despierta deseos de tratar más al Señor; se convierte en catequesis y puede servir para reavivar la fe dormida de otros cristianos.

Hay personas que no pueden realizar sin esfuerzo la genuflexión y será entonces suficiente una ligera inclinación de cabeza.

Lo importante es saludar al Señor y expresarle con el gesto nuestro convencimiento de su presencia y el respeto de nuestra adoración.

Es fácil comprender que, en cualquier iglesia o lugar sagrado, lo más importante es el Sagrario, porque allí está Dios, pasando las imágenes a un lugar secundario, pues solo representan al santo, advocación mariana o pasaje de la vida del Señor al que están dedicadas.

Carece de sentido entrar en la iglesia y dirigirse directamente a rezar ante una imagen cualquiera sin saludar al Señor, pasando por delante del Sagrario sin hacer ningún signo de respeto, expresivo de nuestra fe.

Dicen que en la Edad Media, cuando los peregrinos cruzaban la ciudad de Oviedo camino de Santiago de Compostela sin entrar en la catedral de la ciudad dedicada al Salvador, los ovetenses decían que honraban al criado y se olvidaban del Señor.

No pocas veces recuerdo este dicho cuando veo a gentes atravesar la iglesia para ir a rezar a san Judas o san Antonio de Padua, sin hacer la genuflexión, sin dirigir una simple mirada al Sagrario en donde el Señor nos espera desde siglos anhelando nuestra compañía. Bien está acudir a la intercesión de los santos, pero sin olvidar que el único mediador entre Dios y los hombres es Jesucristo, que nos redimió en la Cruz y restableció el puente que nos comunica con la divinidad, que había sido roto por el pecado de nuestros primeros padres. Así lo afirma san Pablo: No hay más que un solo Dios y también un solo mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, el cual se entregó a sí mismo para rescatarlos a todos.

Los habitantes de Nazaret convivieron con Jesús, con la Virgen y san José, pero no vieron en ellos nada más que a unos convecinos idénticos al resto de los habitantes de la aldea, a pesar de las cualidades extraordinarias de Jesús que necesariamente serían apreciables a quienes se fijasen con atención e interés. Hasta tal punto fue así que, cuando, iniciada la vida pública, volvió a Nazaret acudiendo, como de costumbre, a la sinagoga el sábado, encargándose de explicar la lectura de la Escritura, le atendieron con interés, con agrado, por la mucha sabiduría que suponía, pero al no verlo con los ojos que da la fe terminaron por querer despeñarle por el acantilado.

Si solo vemos en Jesús al hombre extraordinario que dejó estupefactos a sus paisanos, hoy nos puede ocurrir lo mismo, terminaremos echando por la borda su doctrina y olvidando su persona.

No obró así san José. Él no solo veía con sus ojos corporales al que todos tenían por su hijo, sino que veía asimismo, con los ojos de la fe, al que sabía que era su Dios.

La pérdida del sentido de lo sagrado, tan frecuente en nuestra época, lleva a tanta gente a faltar al respeto a los lugares dedicados a Dios, olvidando o no considerando, por falta de fe o pura ignorancia, que Jesús preside desde el Sagrario aquel lugar.

Esta pérdida del sentido de lo sagrado lleva a mucha gente, primero, al trato irreverente, después, a la profanación y, por último, al sacrilegio que es un atentado directo contra lo que pertenece a Dios o lo que está dedicado a su servicio.

Cuenta el Evangelio que, cuando Jesús se apareció después de la Resurrección a los apóstoles, no estaba Tomás, pero que ocho días más tarde volvió estando ya Tomás y que, después de recriminarle su falta de fe, le dijo: porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto han creído.

Ver, oír, tocar, vivir con Jesús no les sirvió de mucho a los nazaretanos, porque les faltó fe. Esa fe que debemos nosotros pedir al Señor para que no nos pase como a aquellos que, después de haberle tenido tan cerca, de haber convivido con Él, no se enteraron que era su Dios.

Cuenta santa Teresa de Jesús que, cuando oía decir a algunas personas que quisieran ser en el tiempo que andaba Cristo, nuestro bien, en el mundo, me reía entre sí, pareciéndome que teniéndolo tan verdaderamente en el Santísimo Sacramento como entonces, qué más les daba.

Su presencia en el Sagrario nos debe llevar a respetar como sagrado el lugar por Él presidido. Pero el mayor respeto, la mayor delicadeza, la mayor finura de amor, lo debemos reservar para cuando lo recibimos sacramentalmente en la sagrada Comunión.

A Jesús, como a cualquier enamorado, le conmueven los pequeños detalles de amor, que están al alcance de todos. En el Evangelio tenemos sobradas pruebas de ello: la pobre viuda que da de limosna un penique, porque no tiene más, el leproso que vuelve solo a darle las gracias, cuando habían sido diez los curados, etc.

El respeto a la sagrada Eucaristía llevó a los cristianos de otro tiempo a rechazar la sagrada Comunión porque se consideraban indignos de recibir a Dios. Fue tan general este rechazo que obligó a los padres del IV concilio de Letrán, el año 1215, a imponer la obligación de la Comunión anual bajo la pena de pecado grave, para que al menos una vez al año recibiesen al Señor, señalando como el momento oportuno la Pascua de Resurrección. Muchos cristianos, durante siglos, esta era la única vez que recibían la sagrada Comunión en todo el año, siendo muy raras las personas que lo hacían con mayor frecuencia, pero nunca a diario.

En los inicios del siglo xx, el Papa san Pío X permitió la comunión frecuente, adelantando asimismo la edad para la 1a Comunión.

Poco a poco se fue generalizando entre los fíeles la costumbre de hacerlo a diario, generalización que se hizo masiva después del Concilio Vaticano II, en los años sesenta del pasado siglo.

Los hombres tenemos una marcada tendencia hacia los extremos, pasando con facilidad del uno al otro. Esto mismo parece haber ocurrido con la sagrada Comunión. Con enorme facilidad hemos pasado de un respeto excesivo, que impedía recibir al Señor por considerarnos indignos, a una cierta banalización de la sagrada Comunión, que desconoce el menor respeto.

La Eucaristía no es una comida entre amigos (Benedicto XVI), pero muchos dan la impresión de considerarla como una costumbre más, un acto social, una rutina, una tradición o un derecho, olvidando a quién recibimos y cuál es la situación de nuestra alma a la hora de recibirlo.

San Pablo recrimina con palabras muy duras a los cristianos de Corinto en su primera carta por la recepción indigna del sacramento. Estas son sus palabras: quien come el pan o bebe el cáliz del Señor indignamente será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, por tanto, cada uno a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación.

El Señor, ciertamente, se quedó en la Eucaristía para estar entre nosotros y ser nuestro alimento, pero no para ser profanado recibiéndole sin las disposiciones requeridas.

Precisamente para evitar que esto se dé, la Iglesia ha señalado desde siempre tres condiciones, que aprendimos todos al hacer nuestra 1a Comunión: saber a quién vamos a recibir, estar en gracia de Dios y guardar el ayuno eucarístico.