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25 junio 2024

Ignacio Domínguez. El Salmo 2. Ed. Palabra, Madrid, 1977

El levantamiento de los reyes

Un día, Satanás le mostró a Cristo todos los rei­nos de la tierra con sus grandezas y su poder: prometió dárselos porque —dijo— son míos y se los doy a quien yo quiera: Pero tendrás que adorarme (Lc 4, 6).

Apártate, maldito: sólo a Dios adorarás.

El demonio, entonces, recessit ab illo usque ad tempus: lo dejó hasta el tiempo oportuno (Lc 4, 13).

La verdad es que no necesitó mucho tiempo: pronto empezaron las persecuciones, la contradic­ción por todas partes, las preguntas capciosas, las insidias innobles: es que el demonio hizo que los hombres, al mando de sus reyes y príncipes, se levantasen contra Dios y contra su Ungido.

Astiterunt! Hubo un levantamiento general. Los reyes de la tierra se «statuerunt quasi murum ut resisterent venienti Messiae»: como un valla­dar se levantaron, para impedir que Cristo lle­vase la salvación a los hombres. Los reyes de la tierra se levantaron contra el Rey del cielo. Y He­rodes y Pilato —que representan los poderes del mundo— condenaron a muerte a Jesús.

Dice el Evangelio:

Herodes, juntamente con todo su cuerpo de guardia, lo despreció públicamente, y hacien­do burla de Él, le vistió un ropaje brillante propio de locos (Lc 23, 11).

También Pilato. Después de haberlo flagela­do, lo entregó para que lo crucificasen (Lc 23, 25).

Pilato y Herodes, que antes eran enemigos entre sí, a partir de ese día, se hicieron ami­gos (Lc 23, 12).

El mutuo acuerdo de los príncipes

Estos príncipes que se aliaron —convenerunt in unum— son los jefes del pueblo judío, detentadores de potestad: los sumos sacerdotes, los escri­bas, los doctores de la Ley. El Evangelio pone de relieve en muchas ocasiones los turbios manejos de estos hombres contra Cristo.

Un par de ejemplos nada más:

Los escribas y los sumos sacerdotes, trata­ron de echar mano de El... (Lc 20, 19).

Los fariseos se juntaron en grupo, y pregun­tó uno de ellos, que era doctor de la Ley, con ánimo de tentarle… (Mt 22, 34)

Todos los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo se habían puesto de acuerdo en orden a darle muerte... (Mt 27, 1).

Raíces del descamino

Las citas anteriores podrían multiplicarse y ver cómo se iba estrechando más y más el cerco en torno a Jesús. Pero ya es suficiente a nuestro in­tento. Por eso, ahora, después de haber presen­tado a los enemigos de Cristo, que lo llevaron has­ta la cruz, nos interesa buscar la razón última de todo este movimiento: las raíces del descamino de cuantos se oponen a Dios. Y, con el Salmo 2 en la mano, encuentro fundamentalmente estas dos: la soberbia y la ignorancia culpable.

a) La soberbia

Muchos santos Padres dicen que fremuerunt equi­vale a superbierunt: se ensoberbecieron. Como ex­ponente, baste esta cita de San Atanasio: «Cuan­do el salmista dice que las gentes y los pueblos se enfurecieron lo que quiere decir es que se ensoberbecieron: la soberbia es el tumulto interior de la arrogancia y la hinchazón personal».

Nabucodonosor, que acabó transformándose en animal enfurecido, es ejemplo clarísimo de esa equivalencia: la soberbia lo convirtió en fiera salvaje.

Esta soberbia, la jactancia, el maldito orgullo del hombre, es quien conduce la rebelión contra Dios y contra Cristo. El hombre, en su desenfrenada autoglorificación, se parece al gigante Goliat que desafía al pueblo protegido por Dios.

b) La ignorancia

San Beda hace este comentario interesante: las gentes bramaron y trazaron planes vanos «non advertentes medicum salutis». Por eso se vol­vieron contra Cristo: no advirtieron, no se dieron cuenta de que era «el médico portador de la sal­vación»: la malicia los cegó. Por eso no se dieron cuenta.

Enfermos tocados de muerte, cuando viene el médico que trae la salud, lo rechazan: porque no advierten que es la salvación, la única salvación posible.

Es tremenda esta falta de advertencia:

En su nacimiento, no había lugar para él en el mesón (Lc 2, 7). No advirtieron que se trataba del Mesías esperado.

En su vida pública, se extrañaban de que su­piese letras sin haber estudiado, y afirmaban que hacía milagros con el poder del demo­nio (Lc 11, 15)): No advertían que era el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6).

En la Cruz, se burlaban de Él, y lo insulta­ban: Si eres hijo de Dios baja de la cruz y creeremos (Mt 27, 42). No advirtieron que crucifi­caban al Señor de la Gloria.

Esta falta de advertencia, esta ignorancia cul­pable (30), abarca a los hombres de todos los tiempos. Padre, perdónales: no advierten, no saben lo que hacen: se trata del grave pecado de haber perdido el sentido del pecado.

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores. Ahora. Y también en la hora de nues­tra muerte. Amén.