Página inicio

-

Agenda

19 junio 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

MODELO DE TRATO CON JESÚS(2 de 4)

Lo mismo nos ocurrirá a nosotros. El trato con Jesús enriquecerá nuestro conocimiento e incrementará nuestro amor.

Santa Teresa de Jesús decía: No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino trato de amistad, estando a solas muchas veces con quien sabemos que nos ama, y su devoción y cariño por san José seguramente no fue ajeno a este descubrimiento.

Tratar, dice la santa, porque la oración es diálogo, relación con Alguien, con Jesús, con Dios; relación personal con el amigo, diálogo amoroso con alguien que nos ama y a quien pretendemos amar.

Estando, continúa, permaneciendo a veces en silencio, otras hablando, con quien sabemos que nos ama; con ese Jesús a quien san José llamaba hijo, al mismo que hoy tenemos en el Sagrario, en la sagrada Eucaristía; el mismo, aunque de otra manera, que diría santo Tomás de Aquino.

Muchas veces, dice la santa; dando tiempo a ese diálogo; reservando algún tiempo cada día para ese trato. Solo si lo hacemos así, terminaremos dialogando con el Señor las veinticuatro horas del día.

A solas. La oración requiere soledad, quietud, sosiego, intimidad.

Con quien sabemos que nos ama. Todos hemos experimentado a diario su protección, su cariño, su amor. De esa experiencia de amor es de donde brota nuestro trato con Él, nuestra oración.

Para santa Teresita del Niño Jesús, la oración era un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría.

La oración da el tono de nuestra vida cristiana; la medida de nuestro trato con Dios es la medida de nuestra vida. La oración no es un sobreañadido, sino una necesidad. Si el cristianismo es amor a Dios y, por ende, amor a los hombres, nuestros hermanos, difícilmente nos podremos enamorar de alguien a quien no tratamos, con el que no nos relacionamos.



Dijimos más arriba que san José quiso con el mayor amor de padre a Jesús, a quien cuidó, acunó, enseñó, trató... pero al que respetó como a su Dios, porque lo era. También aquí san José es modelo y paradigma para todos nosotros; el modo de respetar a nuestro Dios.

Ese Jesús, al que san José trató con tanto cariño, lo tenemos nosotros en la sagrada Eucaristía, lo tenemos en el Sagrario. Si san José lo veía con los ojos de la cara, nosotros lo deberemos ver con los ojos de la fe; visión que no es menos real, como tampoco Él es otro, idéntico al que está en el cielo con su cuerpo glorioso sentado a la derecha de Dios Padre.

El Cristo Eucarístico se identifica con el Cristo de la historia y de la eternidad. No hay dos Cristos: sino uno solo. Nosotros poseemos, en la Hostia, al Cristo de todos los misterios de la Redención: al Cristo de la Magdalena, del hijo pródigo y de la samaritana, al Cristo del Tabor y de Getsemaní, al Cristo resucitado de entre los muertos, sentado a la diestra del Padre. No es un Cristo el que posee la Iglesia de la tierra y otro el que contemplan los bienaventurados en el cielo: una sola Iglesia, un solo Cristo. (...) No tenemos nada que envidiar a los Apóstoles y a los discípulos de Jesús, que andaban con Él en Judea y en Galilea. Todavía está aquí con nosotros: en cada ciudad, en cada pueblo, casi en cada casa, nosotros lo poseemos tanto como ellos.

San Josemaría Escrivá afirma en una de sus homilías: nuestro Dios ha decidido permanecer en el Sagrario para alimentarnos, para fortalecemos, para divinizamos, para dar eficacia a nuestra tarea y a nuestro esfuerzo.

Jesús, el Jesús niño de Nazaret; el Jesús adolescente y aprendiz en el taller de José; el Jesús que sorprendía a sus paisanos al explicarles las Escrituras; el Jesús que electrizaba a las multitudes con su palabra y conmovía con sus milagros; el mismo que murió en la Cruz y se apareció resucitado al tercer día a sus Apóstoles; es el que tenemos en el Sagrario y esto constituye el don más grande que Cristo ha ofrecido y ofrece permanentemente a su esposa. Es la raíz y cumbre de la vida cristiana y de toda acción de la Iglesia. Es nuestro mayor tesoro, que contiene todo el bien espiritual de la Iglesia.

Es nuestro Dios y debemos tratarlo con la consideración debida a Dios.

La Iglesia a lo largo de los siglos nos ha recordado esta gran verdad donde se manifiesta el amor más grande, aquel que impulsa a dar la vida por el amigo. ¡Qué emoción debió de embargar el corazón de los Apóstoles ante los gestos y las palabras del Señor durante aquella cena! ¡Qué admiración ha de mostrar también en nuestro corazón el Misterio eucarístico!

Esta admiración de que nos habla el Papa no puede reducirse al asombro que podríamos llamar intelectual, que nos produce el descubrimiento de una verdad filosófica o de un hecho histórico, sino que debe traducirse en nuestra propia vida. La verdad de fe; la seguridad que nos da la fe de la presencia real de Cristo en el sacramento del altar debe cada uno traducirla en su propia vida, en su comportamiento respetuoso cuando se encuentre delante del Sagrario o del Señor expuesto solemnemente en la Custodia para ser adorado o trasladado procesionalmente el día del Corpus Cristi.

La Iglesia tiene establecido que, en todos los lugares en los que se reserva el Santísimo Sacramento, exista una lamparilla encendida que nos recuerde que allí está el Señor y que, de algún modo, nos represente.

Día y noche, por años y siglos, permanece el Señor realmente presente en el Sagrario, rodeado, sin duda, de coros de ángeles que le adoran y esperando ser a su vez adorado por los fieles; deseando convertirse en confidente de nuestras penas y de nuestras alegrías.

Este conocimiento de su presencia nos urge a ser respetuosos con el lugar donde se encuentra el Señor, llámese catedral, parroquia, ermita o santuario. Respeto que se casa mal con la conversación amistosa con conocidos o amigos, máxime si, al terminar la ceremonia: boda, funeral, bautizo o primera Comunión, o antes de empezar la misma, formamos corros con invitados o amigos para comentar el acontecimiento o las circunstancias del mismo.

Siempre que visitamos a alguien o por alguien somos visitados, consideramos como primer signo de respeto el saludo. Un gesto, un vulgar apretón de manos y unas palabras consagradas por el uso son como el signo de identidad entre los visitantes y el visitado.

Con el Señor, presente en el Sagrario, debe ser lo mismo. Hermanos y hermanas, decía Benedicto XVI en París, veneremos fervientemente el sacramento del Cuerpo y Sangre del Señor, del Santísimo Sacramento de la presencia real del Señor en su Iglesia y en toda la humanidad. Hagamos todo lo posible por mostrarle nuestro respeto y amor. Démosle nuestro mayor honor. Nunca permitamos que, con nuestras palabras, silencios o gestos, quede desvaída en nosotros y en nuestro entorno la fe en Cristo resucitado presente en la Eucaristía.

El gesto utilizado por los cristianos de siempre al entrar en la iglesia o en un lugar sagrado ha sido la señal de la cruz; santiguarnos formando una cruz sobre nuestro pecho con un trazo vertical de la frente al pecho y otro horizontal del hombro derecho al izquierdo a la vez que se recitan las palabras en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que son expresión de alabanza a la Santísima Trinidad.

Es preciso ser conscientes de lo que hacemos para que la rutina o la costumbre no conviertan un acto de fe y adoración en un garabato ridículo e insustancial que más parece una burla que un saludo.

En las iglesias de Occidente siempre se expresó la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía con la genuflexión hecha con la pierna derecha que se flexiona hasta dar con la rodilla en tierra, a la vez que se recomienda decir al Señor alguna frase en nuestro interior que le exprese nuestra fe y nuestro cariño.