-
Papini, en su Historia de Cristo, después de observar cómo todos estaban pendientes de Jesús, mientras nadie paraba la atención en ellos, dice que «cuando oyó tus palabras, las de un compañero crucificado —Padre, perdónalos, porque no saben lo que se hacen—, se calló de pronto. Aquella oración era tan nueva para él, le producía sentimientos tan extraños a su espíritu y a toda su vida, que le recordó de improviso aquella edad, la más olvidada, la primera, cuando él era también inocente y pensaba que había un Dios al que se podía pedir paz como los pobres piden pan a la puerta de los señores». O tal vez fuera el silencio de Jesús, lleno de dignidad, sin una mala mirada siquiera, sin una queja, lo que por el contraste tan llamativo le hizo primero callar, y luego reflexionar.
Y hay aquí, Jesús, una gran lección para nosotros, tan orgullosos y pagados de nosotros mismos, que a duras penas reconocemos nuestras culpas (antes bien, tendemos a disculparlas y a quitarles importancia), y tan cobardes que no es muy frecuente que nos arriesguemos a comprometernos con el bien o la verdad por si nos trae, no ya perjuicios, sino tan sólo incomodidades.
Un acto de humildad reconociendo sus pecados y la justicia de su condena; un acto de fe en tu inocencia y en que verdaderamente eras el Rey de los judíos; y una súplica: «acuérdate de mí cuando estés en tu reino». Fue suficiente: en un momento, una vida entera de culpas, de apartamiento de Dios y de la ley, fue borrada, más aún, desapareció. «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso.»
Jesús, tú no le concediste nada terreno: ni quedar libre de su suplicio, ni mitigar sus dolores, ni tan siquiera la compasión de algún anónimo espectador. Verdad es que tampoco el reo te había pedido nada temporal: sólo —¡y no era poco!— que te acordaras de él cuando estuvieras en tu Reino. El primer hombre canonizado en vida y por ti mismo, y esto en apenas unos instantes: «el premio —escribió San Ambrosio— fue mucho más grande que la petición; en realidad, el Señor siempre da más de lo que se le pide» (Trac, super Ev. S. Luc 10, 121). Así es, Jesús, y está demostrado por la experiencia. Por la mía, al menos.
Ten piedad de mí, Jesús, y ayúdame. Quizá mi vida no es la de aquel ladrón que en su corta o larga existencia no se preocupó de otra cosa que la de vivir a salto de mata, sin acordarse de que había una ley divina hecha para reglar su vida y agradar a Dios, pero me considero muy inferior a él. No tengo su humildad para reconocer y confesar, no grandes crímenes, lo que quizá no fuera tan difícil, sino esos actos de egoísmo, de tacañería, de amor propio; esas mezquindades que muestran mi mediocridad. Me cuesta, Señor, decir lo que me rebaja —lo que me parece que me rebaja a los ojos de los demás: tan poseído estoy de ocupar con todo derecho la cima de un pedestal— ¡Si me concedieras el don de la humildad para confesar esas pequeñas compensaciones que parecen tan inocentes, esos hábitos que me pueden, y reconocer y decir que no tengo agallas para romperlos! ¡Qué razón y qué profundidad ascética, aquel consejo tantas veces y de tantas maneras repetido por el Beato Josemaría Escrivá, cuando nos aconsejaba ser salvajemente sinceros y decir siempre lo primero lo que más vergüenza nos diera, lo que más nos costara decir, lo que no quisiéramos haber hecho para no tener que sacarlo fuera!
Para que pudiéramos abrirlas instituiste el sacramento de la Confesión, cuyo efecto, como en el de aquel crucificado, es la limpieza de una vida, por sucia que sea: porque es un acto de humildad al reconocer nuestras culpas, grandes o pequeñas; porque es también un acto de fe en que eres el Hijo de Dios vivo y puedes perdonar los pecados a través del ministerio del sacerdote, que en aquel momento actúa como si fueras tú, pues dice Yo te absuelvo; y porque es también una oración: la súplica para que te compadezcas de nosotros, pecadores. Y yo. Señor, lo tengo en tan poco aprecio que no me importa, ni molesta a mi conciencia, retrasarlo no ya días, sino semanas. ¡Qué poco afán de purificación tengo, Señor! Quizá t porque mi compunción es mínima, mi ceguera, grande, y mi vanidad —o mi soberbia—, enorme. Perdón, Jesús; acuérdate también de mí ahora que ya estás en tu Reino.