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ALEGRÍAS DE SAN JOSÉ (2 de 3)
La vida en las aldeas, y eso era Belén en los tiempos de Jesús, es monocorde y monótona, reiterativa y vulgar, dándose, por ello, gran importancia a cualquier acontecimiento que las saca de la rutina: la llegada del cartero o el panadero, del pescadero y del hortelano del pueblo vecino que les trae verduras de su huerto, etc. Es fácil imaginar lo que supondría en Belén la llegada de los Magos con su cortejo majestuoso y variopinto. Todos querrían acompañarlos hasta la humilde casita sobre la que se había situado la estrella y en la que vivía desde hacía algo menos de dos años un joven matrimonio con su niño, que había llegado para el empadronamiento de Cirino quedándose instalados en el pueblo. Sin duda fue un día de fiesta grande en Belén que dio motivo a los juegos y cánticos de los niños, los comentarios de los mayores y las felicitaciones para los padres. Esta visita, y los regalos con la que fue acompañada, sería un motivo grande de gozo y alegría para la Virgen y san José.
Para todos, pero muy especialmente para los niños, es un motivo de alegría viajar de la aldea a la ciudad, máxime cuando se trata de participar de unos días festivos. Jesús, y con Él la Virgen y san José, esperaría con verdadera ilusión su primer viaje a Jerusalén para participar en las fiestas de la Pascua, sintiendo muy hondamente las palabras del salmo: ¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor! Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén. Es cierto que desembocó en tres días de angustia y zozobra, pero también lo es que la vuelta a Nazaret después del reencuentro sería doblemente gozosa.
Si la Virgen es causa de nuestra alegría, como la invocamos en la letanía, san José cooperó con Ella en comunicarnos esa alegría que vino Jesús a traemos a la tierra.
La alegría de san José, y la de nosotros los cristianos, no es la propia del animal sano que retoza, trisca y corretea cuando no le duele nada, sino aquella otra que tiene su fundamento en la gracia divina que nos hace sentirnos y ser hijos de Dios.
Somos hijos de Dios. Con estas bellas palabras lo expresaba el apóstol san Juan: mirad qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo somos. Carísimos, nosotros somos ya ahora hijos de Dios.
La experiencia nos enseña que cualquier niño cuando está cerca de su padre está contento, relajado, despreocupado. Él sabe que su padre vela por él y eso lo llena de gozo y de paz. San Josemaría Escrivá ha dejado escrito en un punto de Camino: Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. -Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.
Y está como un Padre amoroso -a cada uno nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando.
(...) Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor, que está junto a nosotros y en los cielos.
Nosotros, aunque podamos tener muchos años, siempre seremos niños ante Dios y ese convencimiento debe ser la medicina que borre la tristeza, el desasosiego, la angustia o la ansiedad.
San Pablo les decía a los cristianos de Roma, que se desenvolvían en medio de una muy considerable corrupción moral: Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, antes lo entregó por nosotros, ¿cómo no nos ha de dar con Él todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Siendo Dios quien justifica, ¿quién condenará? Cristo Jesús, el que murió, aún más, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, es quien intercede por nosotros. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?... Mas en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque persuadido estoy de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separamos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor.
Este sentirse y saberse hijos de Dios ha sido el cimiento de la alegría en que se desenvolvieron los santos.
Dice el dicho popular, tomado de santa Teresa, que un santo triste es un triste santo, y, aunque algunas veces los biógrafos nos pintan el retrato de hombres serios, como si quisieran decirnos que la santidad está reñida con el cascabeleo de la risa, es imposible encontrar un santo que no haya estado alegre, aunque haya tenido que sufrir, pues la alegría es compatible con el sufrimiento de quien se sabe en la manos de Dios.
Juan Pablo II decía: El motivo de nuestra alegría es tener la fuerza con la que derrotar el mal, y es recibir la filiación divina que constituye la esencia de la Buena Nueva. Este poder lo da Dios al hombre en Cristo: «El Hijo unigénito viene al mundo no para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve del mal».
Cimentando nuestra alegría en la filiación divina se comprenden las palabras del apóstol Santiago: ¿Está triste alguno entre vosotros? Ore. ¿Está de buen ánimo? Salmodie.