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3 mayo 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

5. La última tentativa de Pilato

Tampoco la apelación al sentimiento de los judíos, manejados por los príncipes de los sacerdotes, había dado otro resultado que el negativo. Había sido una inutilidad. Pilato, con la presentación de Jesús en un estado lastimoso, capaz de despertar compasión en los corazones más endurecidos y de atenuar —si ya no hacer desaparecer— el odio de sus enemigos al verle reducido a la impotencia, y tan desprestigiado que ya nunca podría ser una amenaza para su privilegiada posición religiosa, a su Ecce homo encontró como respuesta un crucifige eum, crucifige eum! más irreductible aún que las veces anteriores. Era una decisión irrevocable por parte del Sanhedrín.

Pero también Pilato tenía su dosis de tenacidad, ya que no de entereza. Todavía insistió. Al grito de «¡crucifícale, crucifícale!», él, que ya había eludido su responsabilidad con el gesto de lavarse públicamente las manos, replicó:

«Tomadlo vosotros y crucificadlo, pues yo no encuentro culpa en él.» Los judíos contestaron: «Nosotros tenemos una ley, y según la ley debe morir porque se ha hecho Hijo de Dios» (Jn 19, 6 y 7).

Esto era introducir un elemento nuevo en el juicio. Hasta entonces sólo había la acusación genérica de alborotador del pueblo, pero sin prueba de ninguna clase. Por tanto, Pilato había venido eludiendo pronunciar una sentencia condenatoria que intranquilizara su conciencia, pero también había eludido una sentencia absolutoria porque no quería un conflicto con los judíos: él ya tenía experiencia de lo desagradable y comprometida que podía llegar a ser una situación semejante. Por su parte, los judíos se impacientaban y apelaban a cuantos medios podían para presionar al procurador con el fin de que dictara una sentencia de muerte en la cruz. Sabiendo el cuidado que Roma ponía en respetar los usos religiosos de los pueblos que iba conquistando, aducir un cargo contra Jesús de carácter religioso podía influir en la decisión de Pilato.

Y ciertamente influyó pero en el sentido contrario al que buscaban los príncipes de los sacerdotes. Ya había sido advertido por su mujer, que había tenido sueños a causa de «ese justo», que no se mezclara en aquel asunto. Pero ¿cómo evitarlo? Ahora, al oír que Jesús se hacía Hijo de Dios, temió más. Entró de nuevo en el pretorio y dijo a Jesús: «¿De dónde eres tú?» Pero Jesús no le dio respuesta alguna. Pilato le dijo: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?» Jesús respondió: «No tendrías poder alguno contra mí si no se te hubiese dado de lo alto. Por eso el que me ha entregado tiene mayor pecado.» Desde entonces Pilato buscaba cómo soltarlo (Jn 19, 8-12).

Por supuesto, los que le habían entregado tenían mayor pecado. El de Pilato fue cobardía, oportunismo político, falta de interés, debilidad, cuidadosa ponderación de lo que más podía perjudicar su carrera... Pero a él le era indiferente aquella cuestión promovida por el Sanhedrín contra un predicador ambulante sin medios y que jamás había hecho el más leve gesto contra la dominación romana. Conoció que era inocente, intentó salvarle (aunque pudiendo hacerlo no lo hizo), no tenía nada contra él, y en su misma actitud lo consideró muy por encima de sus acusadores, a quienes despreciaba. Quería salvarle, incluso le producía desasosiego la afirmación de que se hacía Hijo de Dios. Sin embargo, no encontraba el medio de conformar a los judíos con el durísimo castigo infligido a Jesús, para que desistieran de su propósito de verlo crucificado y lo dejaran en paz.

Tanta dilación, ocasionada por si aquel nuevo elemento daba suficiente fuerza a Pi- lato para libertar a Jesús, impacientó a los judíos, que cambiaron el argumento religioso por el argumento político: «¡Si libras a ése, no eres amigo del César, porque todo el que se hace rey va contra el César!» (Jn 19, 12). Quizá le vino de estas palabras la inspiración a Pilato. Jesús había reconocido ser rey, pero no de un reino de este mundo, sino de un reino espiritual. Si era rey espiritual de los judíos, no ponía en peligro el imperio del César, pero en cambio sí podía utilizar la expresión contra los judíos: respetar y hacer respetar el liderazgo espiritual de Jesús. Creyó que todavía podía ganar la partida.

Al oír, pues, las palabras de los judíos acerca del César, y cómo todo aquél que se hace rey se pronunciaba contra el César, Pilato sacó fuera a Jesús y se sentó en el tribunal, en el lugar llamado Litóstrotos, en hebreo Gabbata. Era la Parasceve de la Pascua hacia la hora sexta, y dijo a los judíos: «He aquí a vuestro Rey». Pero ellos gritaron: «¡Fuera, fuera, crucifícale!» Pilato les dijo: «¿A vuestro Rey voy a crucificar?» Los pontífices respondieron: «No tenemos más rey que el César.» Entonces se lo entregó para que fuera crucificado (Jn 19, 3-16).

La solemnidad con que hizo el procurador esta aparición ante los judíos congregados ante el pretorio, acompañado de Jesús, aún con la clámide roja, indicaba que era la definitiva. Pilato aceptó —e impuso— la calidad de Jesús como Rey de los judíos (y esto lo llevó al extremo de mandar escribirlo en la tablilla que se fijaría en la cruz como identificación del reo condenado) y, en cierto modo, obligó a los pontífices a rechazarlo oficial y públicamente como tal. Tampoco ahora le salió bien el ardid, y la cerrada actitud de los pontífices forzó a Pilato a acceder a su petición: Jesús sería crucificado. Ni una voz se levantó en su favor, lo que hacía exclamar al bienaventurado Josemaría: «¡Señor! ¿Dónde están tus amigos?, ¿dónde tus súbditos? Te han dejado. Es una desbandada que dura veinte siglos... Huimos todos de la Cruz, de tu Santa Cruz: sangre, congoja, soledad y una insaciable hambre de almas... son el cortejo de tu realeza».

Ya estaba pronunciada la sentencia: desde el Litóstrotos, sentado en la silla curul, en su calidad de magistrado supremo, Pilato había escuchado la rotunda afirmación de los pontífices, esto es, de la autoridad religiosa del pueblo judío: No tenemos más rey que el César. Era el rechazo de Dios como rey del pueblo judío, que lo gobernaba a través de hombres elegidos como Moisés o Josué, circuncisos, hijos de Abraham pertenecientes al pueblo elegido. Aquel día, por la autoridad oficial de los judíos, y llevados de su odio a Jesús, se habían hecho voluntariamente súbditos de Tiberio, «extranjero de raza, incircunciso de carne, idólatra de espíritu». Fueron complacidos: cuarenta años después desapareció hasta la sombra de soberanía que aún detentaban, el Templo fue destruido, Jerusalem tomada, Palestina pasó a ser una de tantas provincias romanas, y el pueblo judío se dispersó. Ellos mismos habían pronunciado la maldición que les iba a destruir. ¡Ojalá no hubieran estado tan poseídos de sí, tan seguros de que el Mesías tenía que ser como ellos querían, y no como Dios, en su infinita sabiduría, había determinado! Jesús, judío y de estirpe real, lo había lamentado llorando sobre Jerusalem: «¡Jerusalem, Jerusalem, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina cobija a sus polluelos bajo sus alas, y no quisiste! He aquí que vuestra ciudad va a quedar desierta. Así pues, os digo que no me veréis hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor» (Mt 23, 37-39).

Unas palabras tuyas, Jesús, en esta última conversación con Pilato, han dado lugar a muchas disquisiciones. Cuando Pilato te hizo saber que tenía poder para ponerte en libertad o para crucificarte, tú le respondiste, tan sereno como en todo el proceso: «No tendrías poder alguno sobre mí si no se te hubiera dado de lo alto» (Jn 19, 11). ¿Cómo hay que interpretar tus palabras? No, desde luego, a base de disquisiciones de tipo político: que si es el pueblo y no Dios, la fuente de toda autoridad. Esto está resuelto hace ya mucho tiempo.