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24 mayo 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

Decía San Agustín que «lo que no se puede evitar, se debe sufrir». Tú sabes, Señor, que hay cosas en la vida —contrariedades, enfermedades, imprevistos que nos estropean planes cuidadosamente elaborados y en los que estamos ilusionados, disgustos, ¡tantas cosas!— que nos sobrevienen aunque no queramos. Pues bien: puesto que somos pecadores y tenemos contigo una deuda que nunca, por más que hagamos, podremos satisfacer; puesto que por los efectos que el pecado original ha dejado en nuestra pobre naturaleza, nadie —me parece— tiene afición a hacer penitencia —cilicios, ayunos, disciplinas, vigilias en oración—, si no fuera por todas esas cosas que «no se pueden evitar y se deben sufrir», ¿qué podríamos ofrecerte en reparación de nuestros pecados? Sobre todo ahora que «hay en el ambiente —como recordaba el Beato Josemaría— una especie de miedo a la Cruz, a la Cruz del Señor. Y es que han empezado a llamar cruces a todas las cosas desagradables que suceden en la vida, y no saben llevarlas con sentido de hijos de Dios, con visión sobrenatural. ¡Hasta quitan las cruces que plantaron nuestros abuelos en los caminos...!»

Por eso, Señor, te suplico que cuando tu Providencia disponga que me vea forzado, incluso contra mi voluntad, a hacer lo que no deseo, lo que me fastidia, me concedas tu gracia para aceptarlo y decir: «Jesús, muchísimas gracias por la oportunidad que me das para ofrecerte, en reparación de mis pecados, eso que tanto me cuesta y que por mi propia voluntad nunca lo hubiera querido». Cualquiera que hubiera sido la disposición con que el Cireneo te descargó de la cruz y te prestó este servicio, le habrá valido más que la mayor hazaña que pudiera haber hecho, esa especie de acciones que los hombres tanto valoran y premian con medallas, homenajes y hasta monumentos. Quizá ese forzarnos desde fuera sea la ayuda que necesita nuestra debilidad para hacer el bien. Te pido, Jesús, que, como Tú, me deje ayudar; que por un estúpido orgullo no me niegue a que me echen una mano cuando me corrijan algo que hago mal y que me impide llegar a donde debo; que acepte esa ayuda, Señor, como Tú la aceptaste para llegar al Calvario, a donde debías llegar.

En cuanto a las mujeres que se lamentaban y lloraban de compasión por tus sufrimientos, ojalá tuviera yo el corazón menos duro y así pudiera imitarlas. Sin embargo, Señor, lo que llama mi atención es que tú te despreocupaste de ti para preocuparte por ellas. Claro que agradeciste su compasión, pero lo que en aquel momento hiciste no fue pensar en tus sufrimientos, sino en el terrible porvenir que aguardaba a aquel pueblo que te rechazaba con tanta saña, y en el precio que los inocentes tendrían que pagar sin culpa.

Yo también quisiera, Jesús, apartar los ojos de mí para fijarlos en mis prójimos; preocuparme menos de mí, incluso en circunstancias dolorosas, para estar más pendiente de los demás aunque estén en mejores condiciones que yo. Ellas estaban desconsoladas por ti, y Tú respondiste como si lo tuyo no tuviera importancia. Así que, Señor, procuraré con tu ayuda —que de seguro no me va a faltar— no dar tanta importancia a mis cosas y ocuparme con más atención de las de los que me rodean. Y me compadeceré de ti si me compadezco de tu Cuerpo Místico que es la Iglesia: si soy capaz de sufrir por la escasez de sacerdotes (y también por nuestra falta de santidad, por nuestra mediocridad e ignorancia), por los niños sin catequesis, por los que mueren sin el auxilio de los sacramentos, por los pecadores a quienes nuestra cobardía para hablarles de ti les deja abandonados a su suerte. Y esto, Señor, no por un sentimiento de compasión hacia tus sufrimientos, porque los sentimientos son estados de ánimo muy variables y, por otra parte, inconsistentes, de manera que, al mudarse, lo edificado sobre ellos se desploma; sino por una voluntad firme, deliberada y decidida de compadecerme de ti aliviando con obras de penitencia la carga que mis pecados y los de mis prójimos pusieron sobre tus espaldas. «¿Por qué —decía Santa Teresa— hemos de ganar tantos bienes y deleites y gloria para sin fin, todos a costa del buen Jesús? ¿No lloraremos siquiera con las hijas de Jerusalem, ya que no le ayudamos a llevar la cruz con el Cireneo? ¿Que con placeres y pasatiempos hemos de gozar lo que Él nos ganó a costa de tanta sangre? Es imposible.»

Yo quisiera, Jesús, que me concedieras la gracia de hacerme ver que yo no importo; que lo que importa es que tú estés contento —y si es a costa mía, todavía mejor para mí—; que no tengo derecho a ocuparme de mis insignificantes «problemas», como si un imprevisto cambio de plan fuera como una ofensa que me infiriese algún culpable incompetente, o como si ya no tuviera ojos para ver el sufrimiento ajeno porque sólo los tuviera para protestar o ponerme de mal humor por una pequeña incomodidad.