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22 mayo 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

EL ARTESANO DE NAZARET (1 de 3)

Cuenta san Mateo que fue Jesús a su patria, a Nazaret, y que se puso a enseñarles en la sinagoga de manera que, atónitos, se decían: ¿De dónde le vienen a este tal sabiduría y tales poderes? ¿No es este el hijo del carpinteroP1; en términos parecidos se expresa san Marcos.

Durante siglos y con cierta unanimidad se ha venido asignando a san José el oficio de carpintero aunque la palabra original empleada por el evangelista tiene un significado más amplio, que hoy suelen traducir por artesano y que parece corresponder más al oficio que pudiera ejercer en una pequeña aldea que da poco margen para la especialización.

Lo normal en una aldea rural es que quien se dedica a un oficio manual, distinto del pastoreo o la agricultura, tenga que hacer de carpintero y herrero, de albañil y calderero; uno cualquiera de los múltiples oficios que se le asignan al artesano del pueblo, aunque la tradición se haya inclinado más por el de carpintero por considerarlo, tal vez, más noble que el resto.

Entre los testimonios más antiguos sobre la dedicación de san José a la carpintería, está el de san Justino mártir, que vivió mediado el siglo II y que era natural de Palestina. Afirma que Jesús pasaba por ser el hijo del carpintero José y era él mismo carpintero, pues, mientras permaneció entre los hombres, fabricó piezas de carpintería, como arados y yugos (Michel Gasnier, Los silencios de san José), lo que amplía el campo a la fragua necesaria para templar las rejas del arado.

Sin que fuera un chapucero, podemos asegurar que estaría siempre dispuesto a ejecutar toda clase de chapuzas para sacar de apuros a los convecinos de Nazaret y, seguramente, a los de los pueblos circundantes que le llamarían para toda clase de servicios: arreglar una puerta que se había rebajado, restituir una pata a la banqueta o la silla que se había roto, ajustar una ventana que no encajaba, quitar una gotera, etc. Es fácil imaginar a san José siempre dispuesto a solucionar los pequeños problemas surgidos a las gentes de la aldea, que él arreglaría con destreza profesional y rectitud ética. Los nazaretanos y los de las aldeas aledañas acudirían a él con confianza, seguros de ser bien atendidos.

Sin duda conocería bien el oficio y pondría en ejercicio todo el amor a Dios y a los demás de que era capaz.

Viviendo como vivía junto a Jesús y junto a María sabía que lo importante no es tanto lo que se hace cuanto el cómo se hace, y él pondría los cinco sentidos en cada uno de sus trabajos para que los clientes quedasen siempre contentos.

Él sabía que con su trabajo no solo sacaba adelante a su familia, sino que también colaboraba con Dios en su obra creadora. El trabajo no es solo un oficio, es también una vocación. Dios llama a colaborar con Él en la mejora del mundo; este mundo que, después de crearlo, se lo entregó al hombre -ut operaretur- para que lo trabajara, dice la Sagrada Escritura.

A veces tenemos del trabajo una idea mercantilista y consideramos como el de mayor categoría el que reporta un mayor beneficio económico; o pensamos que se trata de un mero castigo por el esfuerzo que comporta y entonces escurrimos el bulto cuanto podemos, trabajando lo menos posible; o tenemos un concepto legalista considerando que el trabajo es un puro derecho. Nos olvidamos de que el trabajo es algo consustancial a la naturaleza humana, dado que el hombre es el animal peor dotado por la naturaleza para valerse por sí mismo, necesitando aprender multitud de cosas que cualquier otro animal nace sabiendo.

El trabajo no puede considerarse simplemente como un hecho o un derecho porque, además, es una virtud; no es solo sudor, es también gracia.

Si el trabajo tiene un carácter trascendente, no podemos pensar que san José olvidase precisamente esta visión trascendente del trabajo teniendo a la vista a Jesús y a su Madre santísima.

Hace años leí una historieta que expresaba las distintas maneras que los hombres tienen de entender el trabajo. Contaba el autor de la misma que alguien estaba interesado en hacer un estudio sobre la sociología del trabajo y envió un comisionado a preguntar a diversos trabajadores lo que pensaban sobre su propio trabajo. Se dirigió a una obra cercana a su domicilio y preguntó a uno de aquellos señores que trabajaban la piedra: Señor, le dijo, ¿qué hace Vd.? Este le miró con desprecio y le dijo: trabajar como un negro para que otros os paseéis y viváis a costa de los pobres obreros. Avanzó unos pasos e hizo la misma pregunta a otro obrero que hacía el mismo trabajo que anterior: labrar la piedra, y este contestó: estoy ganando el pan para mi familia y trabajando duro para que mis hijos puedan estudiar, cosa que yo no pude hacer. Continuó el comisionado con su interrogatorio e hizo a un tercer obrero, que hacía lo mismo que los dos anteriores, idéntica pregunta y este contestó ufano: construyo una catedral.

La historieta nos indica que hay muchos modos de trabajar: se puede hacer con resentimiento, con rencor, incluso con odio; se puede hacer con indiferencia, mecánicamente, con poco o ningún interés; y se pude hacer con gusto con ilusión, con amor, y cuando el trabajo, del tipo que sea, se hace con gusto, con ilusión se hace generalmente bien. El trabajo, todo trabajo, adquiere su dignidad del amor que se pone en su ejecución.

Sin duda, san José pertenecía a este tercer grupo de trabajadores porque sabía que, si no construía una catedral porque ese no era su oficio, sí estaba colaborando con su esfuerzo y su inteligencia en la mejora de este mundo que, creado por Dios, había sido entregado al hombre para que este participase de algún modo del poder creador de Dios, mejorándolo y perfeccionándolo. Él trabajaba con ilusión porque trabajaba con amor.

San José dedicó toda su vida a un trabajo manual, como haría el mismo Jesús hasta el inicio de su vida pública, con lo que ese trabajo quedó santificado, participando del valor redentor de toda la actividad de Jesús.

Ello nos indica que por encima de los límites puramente naturales, todo trabajo se puede convertir en ofrenda a Dios adquiriendo con ello categoría de trascendencia.

Pero ello exige que en el trabajo desaparezca toda señal de servilismo y se convierta en servicio hecho con amor; amor a la obra que se está realizando, amor a la persona para la que se está realizando y amor a Dios, en último término, que nos permite ser colaboradores suyos.

Esta es la filosofía de las catedrales. Los obreros que cincelaron aquella estrella colocada en el pináculo de la torre o en lo alto de la nave, nadie la ve desde la calle, nadie podrá apreciar el acabado de la obra, pero la ve Dios, que es quien premia la obra bien hecha.

En el cristiano, la fe debe envolverlo todo: el trabajo y el descanso, la vida de familia y la vida social, siendo al trabajo, cualquiera que sea, intelectual o manual, a lo que el hombre dedica más tiempo a lo largo de su vida. Si la fe no informa su vida laboral, transcurrirá ajeno a la fe el mayor tiempo de su existencia.

Lo único que sabemos con certeza de san José es que trabajaba en un humilde taller de artesano y que con ese trabajo, humilde y poco brillante, alimentó a su familia e hizo frente a cuantas necesidades materiales precisaban. Trabajando junto a Jesús y María, junto al Hijo y la Madre, adquirió el mayor grado de santidad que, fuera de su esposa, nadie jamás pudo alcanzar.

San José dedicó su vida a un trabajo artesanal en el que no cabe la precipitación o la impaciencia, en el que no cuentan las horas porque lo que verdaderamente importa es que el trabajo esté bien hecho. A san José no le acuciaba el afán de producir mucho para ganar mucho a costa, incluso, de un trabajo defectuoso. No tenía grandes bienes ni parece que los ambicionase; sí tenía, gracias a su trabajo, lo suficiente para llevar una vida pobre pero digna; no era ambicioso, lo que le facilitaba acabar bien su trabajo, cuidando los detalles, bien acabado.