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IV. LA CRUCIFIXIÓN
1. Camino del Calvario
Pronunciada la sentencia, había que proceder a la ejecución. Entre los hebreos la pena de muerte era por lapidación (recuérdese el caso de la mujer adúltera o la muerte de San Esteban). Para ciertas penas, sin embargo, la muerte debía ser sentenciada por el tribunal romano. La de la crucifixión tenía lugar en sitio público y bien visible. Puesto que tenía —o debía tener— un valor de ejemplaridad para precaver los más graves delitos, se elegían lugares de mucho tránsito, por lo general cerca de las puertas de acceso a la ciudad, pero fuera de ella y, de ser posible, en terreno un tanto elevado donde el patíbulo —y los condenados— se viesen con facilidad.
Entre las distintas clases de cruces, la llamada immisa o rematada, la que tenía una prolongación del palo vertical por encima del horizontal, tal como habitualmente se ve en todas las representaciones de Cristo crucificado, es la que más probablemente se usó en el caso de Jesús. Fue allí, sobre el tramo que sobresalía de la cruz, donde se fijó el Inri. El palo vertical —explica Ricciotti, a quien seguimos en estos detalles técnicos— solía estar ya plantado en tierra. No era totalmente plano, sino que hacia la mitad de su altura desde el suelo al palo horizontal «sobresalía un tosco y robusto madero llamado en griego pegma y en latín sedile, en el que se apoyaba a horcajadas el cuerpo del crucificado». Tanto Justino como Tertuliano lo recuerdan como semejante a un cuerno de rinoceronte.
De no ser por el sedile que sustentaba el peso del cuerpo, sujeto éste por dos clavos en las manos o las muñecas y otros tantos en los pies, la misma fuerza de la gravedad tirando del cuerpo hacia abajo, hubiera terminado desgarrando las manos. No parece que el saliente que aparece en esculturas y pinturas cristianas como un apoyo para sustentar los pies fuera usado entonces, entre otras cosas porque con el sedile se hacía inútil, además de que no hay referencias arqueológicas de este sustentáculo para los pies.
El camino hasta el lugar del suplicio se hacía a pie; el reo iba custodiado por cuatro legionarios al mando de un centurión, que debía certificar la muerte del reo; el palo horizontal (patibulum) era llevado por el propio reo, cruzado —y con frecuencia atado con cuerdas— sobre la espalda; un funcionario lo precedía llevando una tablilla en la que constaba, con caracteres visibles, el delito por el que era condenado, aunque a veces se prescindía del funcionario y la tablilla iba colgada del cuello del reo, constituyendo el conjunto como una procesión: delante de todos, el centurión a caballo abriendo camino entre la multitud; luego, el portador de la tablilla en la que estaba escrita la razón de la condena, el delito por el que se le llevaba al suplicio; a continuación, el reo —o los reos— flanqueados por cuatro legionarios, seguidos por el gentío que no quería perderse el espectáculo de la crucifixión y que a menudo increpaban a los reos, o al contrario, les acompañaban con su dolor. Como en todos los casos se trataba de dar publicidad al castigo para que sirviera de escarmiento, el trayecto se hacía desde el tribunal hasta el lugar de la ejecución a través de la ciudad, y no generalmente por el camino más breve, sino por las calles más populosas.
Junto a una de las puertas de Jerusalem había un pequeño promontorio rocoso, que con un poco de imaginación podía parecerse a una calavera (Gólgota en arameo), y allí se clavaron los tres palos verticales de las cruces. Cruces porque, junto con Jesús, iban a ser crucificados dos delincuentes comunes, cuyos delitos habían sido lo suficientemente grandes para merecer el peor y más infame de los suplicios.
En la tablilla estaba escrito el nombre y el delito por el que Jesús era condenado, estaba redactado en tres lenguas: hebreo, griego y latín, y rezaba así: lesus Nazarenus, Rex Iudeorum, Jesús Nazareno, Rey de los judíos. Protestaron los pontífices ante Pilato, y le decían: «No escribas el Rey de los judíos, sino que él dijo: Yo soy rey de los judíos. Pilato contestó: lo escrito, escrito está», y zanjó la cuestión.
Son las últimas palabras suyas que recuerda la Historia, y las más profundas. «Me habéis conducido a regalaros la vida de ese hombre, pero no reniego de lo que he dicho. Jesús es un nazareno, que quiere decir santo; y es vuestro Rey, y quiero que todos sepan —y por eso he mandado escribir esas palabras en latín y griego, además de hebreo— cómo trata a santos y reyes vuestra raza malnacida. Y marchad, que ya os he soportado bastante. Quod scripsi, scripsi» (Papini).
Esta vez no hubo diálogo, ni intento de llegar a un consenso con los judíos acerca de lo que debía escribirse en la tablilla. Terminados todos los preparativos, los soldados, «después de reírse de él, le despojaron de la túnica, le pusieron sus vestidos y le llevaron a crucificar» (Mt 27, 31).
Los tres sinópticos mencionan que, iniciada ya la marcha de los reos al Calvario, obligaron a Simón Cireneo a ayudar a Jesús. Es San Marcos el que de los tres precisa más: «Y a uno que pasaba por allí, que venía del campo, a Simón Cireneo, padre de Alejandro y de Rufo, le forzaron a que llevara la cruz de Jesús» (Me 15, 21).
Era necesario. Jesús llevaba encima, desde su llegada al Huerto de los Olivos, más de lo que un hombre corriente podía soportar. Primero aquellas tres horas mortales en el Huerto de los Olivos de desánimo, angustia y pesadumbre hasta transpirar sangre y entrar en agonía; luego la conducción, maniatado y sin demasiadas contemplaciones, a casa de Anás; allí, de pie, interrogatorio, bofetadas y malos tratos; luego, sin punto de reposo, a casa de Caifás: otro largo interrogatorio que no sirvió para nada porque los testigos se contradecían; al amanecer, la comparecencia ante el Sanhedrín, nuevo interrogatorio, condena y conducción inmediata al pretorio, donde ya aguardaba Pilato. Más interrogatorios, discusión de Pilato con los judíos y remisión a Herodes; más preguntas, también de pie, nuevas burlas y devuelto de nuevo a Pilato, vestido como un despojo; azotado casi hasta la extenuación, abofeteado, escupido y presentado a la muchedumbre; más interrogatorios aún, y al final, la sentencia condenatoria: unas doce horas, casi todas de pie.
Débil y sediento por la pérdida de sangre y por la fiebre, molido a golpes, ¿cómo iba a poder llevar el madero transversal de la cruz durante más de mil metros? San Juan (19, 17) dice que «Él (Jesús), con la cruz a cuestas, salió hacia el lugar llamado de la Calavera, en hebreo Gólgota...» No parece difícil concordar esta afirmación de San Juan con la de Mateo y Marcos que afirman que la cruz la llevó Simón Cireneo. Jesús salió con la cruz, pero al poco tiempo, al tropezarse con Simón Cireneo, los soldados le cargaron con ella y fue el que realmente la llevó hasta el Calvario, según se desprende del texto de San Lucas: «Cuando la llevaba echaron mano de un tal Simón de Cirene, que venía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevara detrás de Jesús» (23, 26). No hubo voluntarios que quisieran compartir su esfuerzo, ni comprometerse. Los soldados, dándose cuenta de la situación, forzaron a Simón de Cirene para que cargara con ella. Y es de nuevo Lucas el que recoge un significativo episodio del camino:
Le seguía una gran multitud del pueblo, y de mujeres que lloraban y se lamentaban por él. Jesús, volviéndose a ellas, les dijo: «Hijas de Jerusalem, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos, porque he aquí que vienen días en que se dirá: dichosas las estériles, y los vientres que no engendraron, y los pechos que no amamantaron.
Entonces comenzarán a decir a los montes: caed sobre nosotros; y a los collados: sepultadnos; porque si en el leño verde hacen esto, ¿qué será en el seco?» (Le 23, 27-31).
Según una tradición judía, recogida en el Talmud, se prohibía llorar por los condenados: sus crímenes no eran para despertar la compasión. Pero hubo mujeres a quienes no importaron demasiado las tradiciones judaicas. Nadie había convencido a Jesús de pecado y había siempre hecho el bien curando enfermos, limpiando a los leprosos, y hasta resucitando muertos. Pues si en Él, que era inocente, hacían aquello, ¿qué podían esperar los culpables?
El Vía Crucis tradicional recoge otros episodios del trayecto de Jesús hasta el Calvario: las tres caídas (pudo ocurrir por su debilidad, aunque era Simón Cireneo quien llevaba la cruz), el encuentro con su Madre (aunque es muy extraño que San Lucas, que se informó cuidadosamente de todo, no mencione algo mucho más importante que las lamentaciones de las mujeres) y el pormenor de la mujer que, con decisión, salió entre la multitud y con un paño limpió el rostro de Jesús. Todo pudo suceder, y de cierto sucedieron otras cosas; pero tan sólo el Evangelio tiene garantía de verdad y a él hay que ceñirse. Podemos contemplar los distintos momentos de la Pasión como si fuéramos uno de los espectadores que entonces le miraban. (Así aconsejaba Mons. Escrivá que nos acostumbráramos a leer el Evangelio.) Podemos ver, de este modo, «cómo las gentes de Jerusalén y los forasteros venidos para la Pascua se agolpan por las calles de la ciudad para ver pasar a Jesús Nazareno, el Rey de los judíos. Hay un tumulto de voces; y a intervalos, cortos silencios: tal vez cuando Cristo fija los ojos en alguien (...). Los legionarios apenas pueden contener la encrespada, enfurecida muchedumbre que, como un río fuera de cauce, afluye por las callejuelas de Jerusalén».
Si de cuanto ocurrió durante el trayecto entre el tribunal y el Calvario, el Espíritu Santo sólo inspiró lo del Cireneo y las mujeres que te compadecían y lloraban por ti, sin duda ambos episodios tienen para nosotros una enseñanza, pues para nuestra edificación están escritos. ¿Y qué es lo que tú quieres, Señor, enseñarnos ahora? Yo no lo sé, pero se me ocurren algunas consideraciones cuya utilidad para las almas ignoro. Pero a mí me hacen bien.
A Simón Cireneo le forzaron a llevar la cruz. No fue voluntariamente, movido por compasión sobrenatural o por un sentimiento altruista, a prestar ayuda a un reo que no podía con su alma. Simón Cireneo iba a su casa, sin duda a comer, después de haber pasado la mañana trabajando en el campo. Con ganas o sin ellas —probablemente sin ellas—, forzado por los soldados, que tenían autoridad, le obligaron a tomar la cruz de Jesús. A gusto o a disgusto, Jesús, no cabe duda de que te prestó un servicio, cargando con el peso de la cruz y descargándote a ti de él, porque tú, que hacías andar a los paralíticos, entonces apenas podías tenerte en pie. El Cireneo podía haber protestado, podía haber alegado no sé qué derechos, pero se sometió y te alivió del peso de aquel horrendo travesaño. ¿Y sabes lo que pienso, Señor? Por lo que a mí respecta, prefiero que me fuercen a hacer el bien que debo, a hacer con plena voluntariedad el mal que no debo. Es, Señor, como si tuviera que arrojarme a una piscina y estuviera en el borde titubeando sin acabar de decidirme. Sabría que tenía que lanzarme, pero al mismo tiempo me retraía como si me contuviera el pensar en la impresión del agua fría al entrar en contacto con ella. Pues bien: si alguien viniera por detrás y me empujara, yo se lo agradecería como un favor, pues hubiera venido a ser como el suplemento de la fuerza que necesitaba para hacer lo que sabía que debía hacer. Así que prefiero hacerme fuerza, o que me la hagan, para cumplir mi obligación, que ir a lo mío o resistirme a hacer un bien porque la iniciativa sale de otro y no de mí, o porque me pica el amor propio tener que agradecer una ayuda que no he pedido. Quizá, Jesús, no hubiera cometido pecados de omisión si algún Cireneo me hubiera ayudado a decidirme abriéndome los ojos o ayudando a mi debilidad o a mi indecisión.