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11 mayo 2024

Santa Ana Catalina Emmerick. La vida oculta de la Virgen María.

LA NIÑA MARÍA SALE DE VIAJE PARA EL TEMPLO

Entré por la noche en casa de los padres de María. Algunos de los parientes que habían asistido a la ceremonia todavía estaban durmiendo, pero la familia propiamente dicha se afanaba con los preparativos del viaje. Delante del fogón estaba encendida la lámpara colgante de varios brazos. Progresivamente se pusieron en movimiento todos los habitantes de la casa.

Ayer por la mañana Joaquín ya había enviado por delante con unos criados los animales para la ofrenda en el Templo; eran los cinco más hermosos que tenía de cada especie, un rebaño muy lucido. Ahora le vi ocupado en empacar y cargar los enseres de viaje sobre la bestia de carga que estaba delante de la casa. Sujetaron bien en el animal los trajes de María, que iban en paquetes separados y bien ordenados, así como los regalos para los sacerdotes; pusieron al animal una carga respetable. El centro del lomo estaba cubierto con un ancho fardo y formaba un cómodo asiento. Ana y las demás mujeres lo tenían todo ordenado en bultos fáciles de llevar. De los costados del burro colgaban cestas de varias clases. En una de estas cestas, que tenía forma de sopera panzuda de gente rica, y una tapa redonda partida en medio para poderla abrir, había pájaros [sic] del tamaño de las perdices. Otras cestas, que eran como los cuévanos donde se llevan las uvas, contenían frutas de todas clases. Cuando el burro estuvo completamente cargado, lo cubrieron todo por encima con una colcha grande de la que colgaban gruesas borlas.

Dentro de la casa todo estaba en movimiento como para salir de viaje. Vi una joven, la hermana mayor de María, que iba y venía con una lámpara, muy afanosa; la mayor parte del tiempo llevaba a su hija María Cleofás en la cadera. Aún reparé en otra mujer más, que me pareció una criada.

Todavía estaban dos de los sacerdotes; uno era un anciano que llevaba una gorra terminada en punta encima de la frente, de la que colgaban franjas por encima de las orejas. El traje que llevaba encima era más corto que el interior y le colgaban correas hasta abajo como una estola; era el mismo que ayer se ocupó principalmente de examinar a María, y el que la bendijo. Todavía ahora dio varias instrucciones a María.

María, que tenía un poco más de tres años, fina y tierna, estaba entonces tan crecida como nuestros niños de cinco años. Tenía el cabello rubio rojizo, liso pero rizado en las puntas, y más largo que María Cleofás, niña de siete años, cuyo rubio cabello era corto y rizado. La mayoría de los niños, igual que los adultos, llevaban trajes largos de lana parda sin teñir.

LOS CHICOS PROFETAS

Entre todos los presentes me llamaron mucho la atención dos chicos que no parecían ser de la familia ni tenían trato con nadie; era como si nadie los viera, pero eran cariñosos y muy graciosos con sus cabellos rubios y rizados y conmigo sí que hablaron.

Ya tenían libros, creo que para estudiar. La Niña María, aunque ya sabía leer, no tenía ningún libro. Estos libros no eran como los nuestros, sino tiras largas como de medio codo de ancho, enrolladas en una vara de la que sobresalían botones a ambos lados.

El mayor de los dos niños, que ya había abierto su libro, se me acercó, leyó una cosa del rollo y me la explicó. Eran letras extrañas, sueltas, doradas y escritas al revés, y cada letra parecía significar una palabra entera. La lengua me sonaba totalmente extraña, pero la entendía. Desgraciadamente ya he olvidado lo que me explicó, era algo de Moisés que quizás vuelva a recordar.

El más pequeño llevaba su rollo en las manos como un juguete, brincaba puerilmente, iba y venía y hacía ondear su rollo jugando al aire libre. No puedo expresar de ningún modo lo que yo quería a estos niños ¡eran distintos a todos los presentes! Pero éstos parecían no reparar en ellos en absoluto.

[Ana Catalina siguió hablando mucho rato de estos niños con infantil predilección, sin poder determinar exactamente quiénes eran realmente. Pero en la sobremesa, después que durmió unos minutos, dijo reflexivamente:]

Yo vi en estos chicos un significado espiritual, pues naturalmente entonces no estaban allí presentes; solo eran símbolos de profetas. El mayor llevaba un rollo con toda seriedad. Me mostró el capítulo 3 del segundo libro de Moisés, cuando vio al Señor en la zarza ardiente y se le dijo que se quitara el calzado. Me explicó que así como la zarza ardía sin quemarse, así también ardía ahora el fuego del Espíritu Santo en la Niña María, y que ella llevaba en sí esta llama sagrada de modo totalmente infantil y sin darse cuenta. Esto también significaba que se acercaba el momento en que se reunirían la divinidad y la humanidad.

El fuego significaba a Dios, la zarza a los seres humanos. El chico también me explicó lo de quitarse el calzado, pero ya no me acuerdo exactamente de su explicación; creo que significaba que ahora se quitaría la cáscara y saldría la sustancia del cumplimiento de la Ley; y que aquí habría más que Moisés y los profetas.

El otro chico llevaba su rollo en un palo fino como una banderola y jugaba con el viento; ello significaba que María empezaba ahora alegremente su camino, su peregrinación, su carrera para ser madre del Salvador.

Este chico era muy infantil y jugaba con su rollo, y esto significaba la infantil inocencia de María en quien descansaba tan gran promesa y que sin embargo jugaba en su santa vocación como una niña. Los chicos me explicaron siete pasajes de los rollos pero con las molestias que vivo se me ha olvidado todo menos lo que ya he dicho.

—¡Oh, Dios mío! [exclamó la narradora] ¡Lo veo todo tan profundo y hermoso, tan sencillo y claro, y que no pueda contarlo ordenadamente y tenga que olvidar tantísimo por las cosas miserables y horribles de esta pobre vida!

[Es espantosa la fuerza del pecado original en el ser humano, si se considera todo lo que olvidaba esta alma agraciada que no amaba lo terrenal. Todos los años por esta época veía a María salir de viaje para el Templo, y en los actos siempre se entrelazaba de algún modo la aparición de los dos profetas en forma de chicos. Pero a ella se le aparecían como chicos y no con su edad real porque no estaban realmente presentes, sino que para ella solo eran unos significados. Si consideramos que los pintores también introducen tales personas en sus cuadros históricos, solo para que sirvan para iluminar una verdad, no con su figura real, sino que suelen representarla con niños, genios, o ángeles, vemos que esta forma de representar no es un hallazgo poético sino que subyace en la naturaleza de todas las apariciones, pues estas apariciones no las ha inventado la narradora, sino que se las han mostrado. Un año antes, a mediados del 20 de noviembre de 1820, al contar sus contemplaciones de la ofrenda de María, la narradora mencionó también la aparición de estos chicos profetas en los siguientes términos: El 16 de noviembre al anochecer, le acercaron a Ana Catalina, que estaba durmiendo, el cilicio de una persona deseosa de mortificarse pero totalmente carente de dirección espiritual, que se había fabricado para su uso con una pesada correa de cuero atiborrada de clavos, tan exagerada que apenas había conseguido llevarlo una hora.

Ya a una distancia de dos pies, Ana Catalina retiró sus manos de este cinturón con las siguientes palabras:]

—Esto es incomprensible, imposible. Otros también he llevado yo misma un cilicio de éstos por una indicación interior para mortificarme y dominarme, pero era de puntas muy juntas y muy cortas de alambre de latón. Este cinturón de aquí es casi mortal, esa persona se lo ha hecho con gran esfuerzo, pero solo podía llevarlo unos minutos. Sin el permiso de un director espiritual experto nunca debe hacer algo así; por supuesto que él no lo sabía, ya que en su situación no tiene director espiritual, pero tales excesos son más dañinos que útiles.

[La mañana siguiente, cuando contó lo que había contemplado por la noche en forma de viaje en sueños, y se acercaba al cuadro del viaje de María al Templo, Ana Catalina dijo después de otras cosas:]

Después fui a Jerusalén, ya no estoy segura en qué época, pero era un cuadro de los antiguos reyes judíos que se me ha olvidado. Después tuve que ir andando hacia Nazaret a casa de la madre Santa Ana y en las afueras de Jerusalén se vinieron conmigo dos chicos que llevaban el mismo camino; uno llevaba muy serio en la mano un rollo de Escrituras, pero el pequeño llevaba su rollo atado a un bastoncito y jugaba alegremente con él como con un gallardete al viento.