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10 mayo 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

A Pilato le venía la autoridad de quien estaba más alto que él, del emperador Tiberio. Pero tampoco Tiberio, por muy emperador que fuera, hubiera tenido autoridad si no se le hubiese dado de lo alto. Tus discípulos, los de la primera hora, y entre ellos los más eminentes, entendieron que, lo mismo que toda paternidad proviene de Dios, así también todo poder proviene, en última instancia, también de Dios. A este respecto tanto Pedro como Pablo fueron muy explícitos: «Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores, pues no hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas, de suerte que quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios (...). Es preciso someterse, no por temor al castigo, sino por conciencia» (Rom 13, 1-2 y 5). Y San Pedro escribió: «Por amor del Señor, estad sujetos a toda institución humana: ya al emperador como soberano; ya a los gobernantes, como delegados suyos para castigo de los malhechores y elogio de los buenos (...). Honrad a todos, amad la fraternidad, temed a Dios y honrad al emperador» (I Pe 2, 13-14 y 17). Y el emperador era Nerón, el que le iba a crucificar cabeza abajo pocos años después, y a ejecutar por decapitación a San Pablo.

Si esto enseñaron Pedro y Pablo con respecto a la autoridad civil, si hay que obedecerles por conciencia, y llevar el respeto a la autoridad al extremo de honrarles, ¿cómo hemos de comportarnos tus discípulos en relación con las autoridades religiosas? El Papa, los obispos, los superiores de las Órdenes religiosas, Congregaciones, Institutos... Tú nos hiciste ver muy claro la importancia de la obediencia cuando nos advertiste que no todo el que dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino tan sólo el que hiciera la voluntad de tu Padre celestial, y hasta lo ilustraste para que no hubiera dudas. Y hacer la voluntad de otro es obedecer. Además, Jesús, tú obedeciste siempre a tu Padre. En realidad no hiciste otra cosa en tu vida terrena: «mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado» (Jn 4, 34), y el Espíritu Santo, por San Pablo, nos ha hecho saber que te hiciste por nosotros obediente hasta la muerte... ¡y muerte de cruz! (Flp 2, 8), la más dura, dolorosa e infamante.

Pero me parece, Señor, que los que nos confesamos discípulos tuyos no hacemos mucho caso de esta virtud que, a juzgar por tus palabras, es la llave del reino de los cielos. Hoy se da una generalizada falta de obediencia, por no decir abierta desobediencia. No es que me escandalice, Señor, entre otras razones porque tú, que eres nuestro único modelo, no te escandalizaste de nada ni de nadie; pero es una de las cosas que más tristeza da. Como los judíos hace dos mil años, también hoy muchos no soportan que tú reines; se oponen a ti «en mil formas: en los diseños generales del mundo y de la convivencia humana; en las costumbres, en la ciencia, en el arte. ¡Hasta en la misma vida de la Iglesia!» (J. Escrivá de Balaguer). El Concilio dejó bien claro —como antes lo había dicho y escrito con igual claridad el Beato Josemaría— que todo cristiano, por el hecho de serlo merced al Bautismo, está llamado a la santidad. Y la santidad consiste, sobre todo, en amarte, y el amor se expresa complaciendo a quien se ama. Y como obras son amores, y no buenas razones, la obediencia al querer de la persona amada, a lo que es voluntad de Dios, es lo que hace santos. Pero tú, Dios mío, no quieres de nosotros algo de vez en cuando, una vez en la vida, o al año, o al mes, o a la semana. Tú estás queriendo de nosotros algo en cada momento del día, de la misma manera que tu amor por nosotros y tu solicitud por nuestro bien no tiene interrupciones ni se manifiesta tan sólo de vez en cuando. No es como si te acordaras de nosotros alguna que otra vez, sólo en los momentos en los que nos pides algún servicio, o cuando quien tiene autoridad nos dice que hagamos esto o aquello.

Yo me duelo, Jesús, de no preguntarte muchas veces al día si te estoy obedeciendo, si me estoy identificando con tu querer. Me duele no mirarte con frecuencia con los ojos del alma para ver si lo que estoy haciendo en aquel instante es precisamente lo que tú quieres; si lo estoy haciendo como tú deseas que lo haga. Siento, Señor, hacer tantas veces mi voluntad en lugar de la tuya cuando se trata de pequeñas cosas, o mejor dicho, de lo que aparentemente son cosas sin importancia, que no encuentro palabras para justificarme en tu presencia. Quiero pedirte perdón, quisiera pedírtelo muchas veces, por ese modo tosco, falto de delicadeza, con que tantas veces me he negado a lo que me pedías no por medio de un arcángel, sino a través de las circunstancias en que he de vivir mi vocación día a día; por no haber hecho caso del ejemplo que otros me han dado de cómo hay que manifestar, incluso a los ojos del mundo, el deseo de agradarte hasta en lo más mínimo.

No nos damos cuenta, Jesús, de lo importante que es obedecer en esos detalles que tanto cuestan: «El enemigo: ¿obedecerás... hasta en ese detalle “ridículo”? —Tú, con la gracia de Dios: obedeceré... hasta en ese detalle “heroico”» (Camino, n. 618). De eso se trata. Porque —conviene repetirlo- corno decía San Juan de la Cruz, «¿qué aprovecha dar a Dios una cosa si Él te pide otra?»

Casi me da vergüenza, Jesús, haber escrito esto. Porque yo, Señor, no soy obediente. Me revuelvo cuando me corrigen un defecto porque no veo que eres tú quien me lo está pidiendo; siempre tengo a flor de labios una excusa para justificar mi falta de obediencia; ni siquiera presto atención a lo que está mandado, o a la advertencia de lo que hay que hacer, o cómo se debe hacer; me las compongo muy bien para plantear las cosas de modo que me digan que haga aquello que quiero. Y a veces, desobedezco sin más.

Te suplico, Señor, que me enseñes a obedecer; que tenga muy presente que obedeciendo a quien debo, en lo que debo, es a ti a quien estoy obedeciendo. Y tú, Señor, dijiste: «¿Por qué me llamáis Señor si no hacéis lo que os mando?» Y lo que tú mandas viene a través de la legítima autoridad, grande o pequeña, que la Iglesia ha dispuesto para regirnos.