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ALEGRÍAS DE SAN JOSÉ (1 de 3)
Resulta llamativo el interés que ponen los evangelistas en narrar los muchos momentos de felicidad que proporcionó el nacimiento y la infancia del Niño Jesús, siendo partícipe de todos ellos san José, en mayor o menor medida.
Cierto que muchos de estos momentos de gozo están precedidos de momentos de angustia y preocupación, pero en todos ellos termina imponiéndose la alegría y la felicidad.
También es cierto que los hombres tenemos una inclinación casi morbosa a recordar los momentos tristes que perduran obstinados en nuestra memoria. Tal vez sea ello originado porque solo consideramos noticia aquello que es raro por su infrecuencia, y no damos importancia a las cosas importantes por el solo hecho de ser normales entre los hombres.
Los evangelistas nos cuentan la angustia de san José ante la gravidez de la Virgen o ante la penuria de Belén, su preocupación cuando el niño se quedó perdido en Jerusalén o cuando hubo de huir de forma precipitada a Egipto, pero también relatan la paz, la tranquilidad, la claridad, la felicidad que supuso para san José el descubrimiento del misterio que le hiciera el ángel de parte de Dios.
Es cierto que debió de sufrir no poco al no encontrar un alojamiento digno para su esposa cuando llegaron a Belén, pero también lo es el gozo que el ver al niño, el poder tomarle entre sus brazos, el acariciarle o besarle, hubo de proporcionarle; la que experimentan todos los padres, aumentada en este caso por los cantos de los ángeles y la visita y los regalos de los pastores. Si estos se fueron contentos, dice el Evangelio, de ese contento habría de participar san José.
Sin duda le causarían dolor las lágrimas derramadas por Jesús en el momento de la circuncisión, pero para nada sería comparable al gozo de imponerle el nombre señalado por el mismo Dios, a la vez que el niño pasaba a formar parte del pueblo por Él elegido para que naciese el Salvador, que san José sabía era el niño que tenía en sus brazos.
Otro tanto podemos afirmar del encuentro con el anciano Simeón y la profetisa Ana en el Templo. La sorpresa del encuentro y lo inesperado de los elogios aumentarían el gozo al comprobar cómo confirmaba Dios en estos dos ancianos las promesas hechas a los padres y patriarcas.
La presencia de los Magos en Belén sería motivo de fiesta para todos sus habitantes, que gozarían viendo la caravana con su cortejo majestuoso de acémilas y servidores, prestándose a acompañarles hasta la casa donde residía la Sagrada Familia, sobre la que se detuvo la estrella. Absorto de gozo y admiración se quedaría san José al contemplar a quienes no eran esperados, pero que confirmaban, una vez más, la veracidad del misterio. Alegría suma le proporcionarían los regalos que fueron ofrecidos al Niño, pero mucho mayor seria la alegría de ver a tan majestuosos señores adorando a su pequeñín.
Angustia, miedo y preocupación le causaría el anuncio de los planes de Herodes, pero no sería menor el gozo proporcionado al considerar salvado al Niño y a la Madre cuando, traspasada la frontera, se supiese fuera de la jurisdicción del tirano. Y gozo y alegría sentiría san José al encontrar en Egipto compatriotas que, sin duda, le proporcionarían alojamiento y trabajo, dada la hospitalidad del pueblo hebreo. Como sería motivo de gozo el encontrarse con personas de su misma raza, de su mismo idioma y en donde podría practicar la religión de sus mayores.
Motivo de alegría y gozo sería asimismo el conocimiento que le proporcionó un ángel de la muerte de Herodes y, por ello, de la posibilidad de volver a su patria.
No sería menor la alegría de reencontrarse con sus parientes y convecinos de Nazaret, que le felicitarían por la compañía del Niño, ya entonces con al menos tres años y con todas las gracias que acompañan a los niños de esa edad. Alegre sería el encuentro con viejos clientes que habrían echado de menos sus servicios.
Turbación y angustia supondría la pérdida del niño en Jerusalén compensada con la alegría de encontrarle entre los doctores a los que llamaba la atención lo despierto de su inteligencia y la vivacidad de sus respuestas, cosa que también sería para ellos motivo de orgullo santo y de alegría.
Nada dice el evangelio del gozo y la alegría de vivir junto a su esposa y con el niño, pero no es necesario. Cualquier padre disfruta acompañando a su hijo, jugueteando con él, enseñándole los pequeños misterios de la naturaleza, y san José no sería, no podía ser, diferente. ¡Qué paz! ¡Qué gozo! reinaría en el hogar de Nazaret. Qué gozo le proporcionaría el oírse llamar por el Niño «papá».
Jesús crecía en edad, sabiduría y gracia y san José era testigo y partícipe de ese crecimiento. Él le vería crecer físicamente, pero también en los conocimientos del oficio, en la rectitud de sus acciones, en la comprensión de las personas, en la seriedad de sus compromisos profesionales, en su conducta moral, en su participación semanal en la sinagoga, y ello, como a cualquier padre, le llenaría de gozo, de orgullo santo.
Jesús sería un niño cariñoso, no hay motivos para pensar lo contrario, y san José sería el primer destinatario, en unión con la Virgen, de ese cariño y eso le haría feliz. La compañía de Jesús le proporcionaría una felicidad inenarrable.
Jesús llamaría más tarde bienaventurados a sus discípulos porque habían contemplado, habían visto, lo que muchos profetas desearon ver y no vieron, desearon oír y no oyeron. San José precedió a los discípulos en ver y oír a quien hace bienaventurado a quien le sigue.
En la Sagrada Escritura queda constancia del ansia con que tantos buenos israelitas rogaban al Señor que viniese el Salvador rezando con el salmo alégrense los cielos y salte la tierra de júbilo ante Yahvé... que viene y los profetas habían anunciado la alegría y la paz que traería consigo la venida del Salvador, siendo san José con la Virgen los primeros en apreciar ese gozo y esa alegría al haber recibido de Dios el encargo de acogerlo, de cuidarlo, de criarlo y educarlo.
San José, que conocería bien la Historia de Salvación narrada en la Revelación divina, sabía que toda ella era un canto de alegría ante la misericordia de Dios. Se iniciaba con el libro del Génesis, que nos muestra a Dios congratulándose, alegrándose, de su obra creadora, y se concluye con el Apocalipsis, ya posterior a san José, que celebra la bienaventuranza de los justos, entre los que se encuentra san José, calificado como tal en el Evangelio.
El fundamento de nuestra alegría está en Cristo, y a Cristo lo acunó san José, vivió junto a Él, se preocupó por todo lo que a Él hacía referencia y nadie, fuera de la Virgen, estuvo más cerca de ese manantial de alegría que es Jesús, por lo que nadie pudo beber con mayor fruición de esa fuente. Nadie ha podido alcanzar, fuera de la Virgen, el grado de gozo y de paz, de alegría que la por él alcanzada.
Todo lo relacionado con la Navidad, en la que san José es protagonista directo, está enmarcado en acontecimientos alegres. Si el nacimiento de cualquier ser es motivo de alegría, parece como si el Espíritu Santo, autor último del santo Evangelio, hubiese querido dejar constancia de la alegría que para la humanidad había supuesto el nacimiento del Niño-Dios.
Los primeros en conocer el acontecimiento fueron unos humildes pastores, seguramente analfabetos, que se enteraron porque una muchedumbre de la milicia celestial alababa a Dios diciendo: gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad corroboraba lo anunciado por un ángel; no temáis, les dijo, os traigo una buena noticia, una gran alegría, que es para todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías Señor, en la ciudad de David, dejando constancia el evangelista de que fueron alegres y presurosos a contemplar al Niño que se les acababa de anunciar de forma tan poco normal y que, al verlo con María y José, se postraron, le adoraron, le ofrecieron regalos y se volvieron glorificando y alabando a Dios por ello.