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7 abril 2024

Bernadot. De la Eucaristía a la Trinidad.

Sigue CONSERVAR Y PERFECCIONAR LA UNION

Una condición principal de la vida de unión: el recogimiento


El ideal propuesto al que comulga es, por lo tanto, vivir sin cesar con Dios, en Dios. Para conseguirlo es, ante todo, necesario practicar el recogimiento.

El alma se recoge cuando, juntando todas sus potencias, entra en sí misma para encontrar a Dios allí. Evitar las conversaciones inútiles, huir las diversiones mundanas, reservarse largas horas de silencio, éste es el deber —deber elemental— de quien aspira a vivir como verdadero cristiano.

¡Peligrosa ilusión ha de esperar llevar de frente la vida de piedad y la vida mundana! Hay que escoger: o Dios o el mundo. Yo llevo al alma a la soledad; allí le hablo al corazón.

Mas no basta el silencio exterior. ¿De qué sirve imponer silencio a la lengua si las voces interiores forman confusa algarabía? Es necesario recogerse en el silencio interior, es decir, rechazar las preocupaciones, los pensamientos inútiles, las ilusiones y todo ese vano trabajo de la imaginación que con frecuencia alteran el corazón más profundamente que largas conversaciones. Dar libertad a su imaginación, entretenerse con recuerdos de la vida pasada, distraerse con pensamientos inútiles, perseguir la realización de un deseo natural, soñar con vanas quimeras, entregarse a la inquietud por el porvenir: todo esto corre un velo entre Dios y el alma, pone obstáculos a la unión perfecta.

Desgraciadamente hay almas que, aun cumpliendo los deberes esenciales de la vida cristiana y poseyendo ordinariamente el estado de gracia, llevan una vida mediana, sacan muy poco fruto de su unión habitual con Dios, y hasta concluyen por perder su vocación a la santidad, todo por falta de recogimiento y de silencio. Dios está en ellas, pero ellas no saben permanecer con El.

El Salmista decía: Tengo siempre mi alma en la mano, pero yo no me olvidé de tu ley. Palabra luminosa que esclarece una obligación fundamental: conservarse en plena posesión de sí ante la adorable Trinidad.

El cristiano debe vigilar con celoso cuidado no abandonar nunca, ni por un solo instante, el gobierno de sus potencias interiores. El vano trabajo de la imaginación tie­ ne por resultado dispersar las fuerzas del alma, la cual, debilitada y llevada en diversos sentidos, se ve incapaz de entregarse, como debiera, al único ejercicio del amor. El fin del recogimiento es recobrar esas fuerzas dispersas y perdidas en un vano despilfarro, y volverlas a Dios. Restablecida en la posesión de sí misma y en la unidad, puede entonces el alma conversar con sus Huéspedes, las Tres divinas Personas, que no cesan de provocarla a las secretas conversaciones: Escucha, ¡oh hija!, y considera, y presta atento oído; y olvida tu pueblo y la casa de tu padre, y el Rey se enamorará de tu beldad. Porque El es tu Señor, a quien has de adorar.

¿Queréis oír a Dios? Haced callar a todas las criaturas y volveos a El. «El Padre ha dicho una palabra. Es su Verbo y su Hijo. La dice eternamente y en un eterno silencio, y en este silencio el alma la oye».

«La ley de la oración, dice la Beata Angela de Foligno, es la unidad. Dios exige la totalidad del hombre y no una parte de él. La oración pide el corazón entero, y si se le da una parte no se obtiene nada... Sabed que nada os es necesario, excepto Dios. Encontrar a Dios, recoger en El vuestras poten­ cias, he aquí lo único necesario. Para este recogimiento hay que cortar todo hábito superfluo, toda curiosidad superflua, toda ocupación y operación superfluas. En una palabra, es necesario que el hombre se separe de todo lo que le divide».

Siga, por lo tanto, el cristiano el consejo de Santa Catalina de Siena, que se placía en recomendar a sus discípulos que se construyeran una celda interior, donde debían vivir con Dios solo, ocupados de lo Unico necesario. Tenga allí siempre su alma en sus manos. Que diga como la Esposa de los Cantares, cuando buscaba a su Amado: Nescivi: no sé nada más; lo he olvidado todo, excepto a Dios y las cosas de Dios. O como San Pablo: Por su amor he perdido todo, a fin de ganar a Cristo, mi Señor, y hallarme en El.

«Si alguno quiere llegar al estado de unión, es absolutamente necesario que se separe del todo de todas las cosas, y después, que se recoja totalmente en su interior; allí no tenga otro objeto, ante los ojos de su espíritu, que a Jesús cubierto de llagas; y aplíquese así, con cuidado y con todas sus fuerzas, en penetrar por El en El; por El, hombre, en El, Dios; por las llagas de la Humanidad hasta el santuario íntimo de la divinidad.

* * *

¡Oh Dios mío, Trinidad que adoro! Ayudadme a olvidarme enteramente para establecerme en Vos, inmóvil y tranquila como si ya mi alma estuviese en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de Vos, ¡oh mi Inmutable!, pero que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de vuestro misterio.

Pacificad mi alma. Haced de ella vuestro cielo, vuestra amada morada y el lugar de vuestro descanso. Que nunca os deje allí solo, sino que esté allí toda entera, toda despierta en mi fe, toda adorante, toda entregada a vuestra acción creadora.

¡Oh mi Cristo amado, crucificado por mi amor! Desearía ser una esposa para vuestro Corazón. Desearía cubriros de gloria; desearía amaros hasta morir. Pero siento mi impotencia, y os pido que me revistáis de Vos mismo, que identifiquéis mi alma con todos los movimientos de vuestra alma, que me sumerjáis, que me invadáis, que os substituyáis en mí, para que mi vida no sea más que un resplandor de vuestra vida. Venid a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.

¡Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios! Quiero pasar mi vida escuchándoos. Quiero hacerme toda discente para aprender todo de Vos. Después, a través de todas las noches, de todas las soledades, de todas las impotencias, quiero fijarme siempre en Vos y permanecer bajo vuestra gran luz. ¡Oh mi Astro amado! Fascinadme para que ya no pueda salir de vuestro influjo.

¡Oh Fuego consumidor, Espíritu de amor! Venid a mí para que se haga en mi alma como una encarnación del Verbo; que le sea una humanidad de acrecentamiento, la cual renueve todo su misterio.

Y Vos, ¡oh Padre!, inclinaos sobre vuestra criaturita, no veáis en ella más que al Hijo Amado en quien tenéis todas vuestras complacencias.

¡Oh mis Tres, mi todo, mi felicidad, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo! Yo me entrego a Vos como una presa; sepultaos en mi para que yo me sepulte en Vos, mientras espero ir a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas.

Sor Isabel de la Trinidad