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EL PRIMER CONTEMPLATIVO (3 de 3)
Santidad a la que todos debemos aspirar. Así lo afirma el Magisterio solemne de la Iglesia: todos los fieles, cualquiera que sea su estado y condición (...), están llamados por Dios, cada uno en su camino, a la perfección de la santidad, por la que el mismo Padre es perfecto; y más adelante añade el mismo documento: nos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios, tratando y ordenando según Dios los asuntos temporales.
Todos los hombres estamos llamados a la contemplación amorosa de Dios, al que veremos cara a cara en el cielo con una visión que nos hará bienaventurados, eternamente felices; pero san Pablo añade que, aunque de modo imperfecto, oscuramente, como en un espejo debemos contemplarlo aquí abajo, en la tierra.
El conocimiento que habremos de tener de Dios en el cielo no será un conocimiento especulativo, sino unitivo, inmediato. No será una imagen borrosa y oscura, como la reflejada por los espejos de la época de san Pablo, sino clara y nítida, porque veremos a Dios cara a cara, inmediatamente, tal como vemos cara a cara a un hombre.
Vivimos en medio del mundo, en un determinado estado social: casados, solteros o viudos, en el ámbito de una familia, en una determinada profesión y en una época determinada, en una sociedad concreta con una, también, concreta cultura, un ordenamiento jurídico y una situación política determinada, y ahí es donde tenemos los cristianos que encontrar a Dios, que contemplarle. Debéis comprender ahora que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo. Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno descubrir (Conversaciones, 114).
Para los cristianos corrientes, llamados a ser santos en medio de las actividades normales y corrientes que ocupan el día de la inmensa mayoría, estas cosas no pueden ser obstáculo para encontrar a Dios, sino cauce y camino, medio normal y ordinario de encontramos con Él.
No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver -a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares- su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo (Conversaciones, 114).
Esa es la contemplación a que nos llama el Señor: verle a través de las cosas materiales, aparentemente vulgares, sin brillo, que nos rodean. Esa es nuestra tarea, como fue la de san José, con la mayor intensidad, en la mayor intimidad, «ponderándolas en nuestro corazón».
Dios a nadie niega su gracia, no solo se da a los grandes y se niega a los pequeños; sino que muchos grandes la reciben, y también muchos pequeños; y tanto entre los que viven retirados como entre las personas casadas. Luego, si no hay estado alguno entre los fieles que quede excluido de la contemplación, el que guarda interiormente el corazón puede ser ilustrado con la gracia de la contemplación (San Gregorio).
Ser contemplativos en medio del mundo fue exhortación constante en la predicación hablada y escrita de san Josemaría Escrivá. Persuadíos, decía, que no resulta difícil convertir el trabajo en un diálogo de oración. Nada más ofrecérselo y poner manos a la obra, Dios ya escucha, ya alienta. ¡Alcanzamos el estilo de las almas contemplativas, en medio de la labor cotidiana! Porque nos invade la certeza de que Él nos mira, de paso que nos pide un vencimiento nuevo: ese pequeño sacrificio, esa sonrisa ante la persona inoportuna, ese comenzar por el quehacer menos agradable pero más urgente, ese cuidar los detalles de orden, con perseverancia en el cumplimiento del deber cuando tan fácil sería abandonarlo, ese no dejar para mañana lo que hemos de terminar hoy: ¡todo por darle gusto a Él, a Nuestro Padre Dios! (...).
Si te decides -sin rarezas, sin abandonar el mundo, en medio de tus ocupaciones habituales- a entrar por estos caminos de contemplación, enseguida te sentirás amigo del Maestro con el divino encargo de abrir los senderos divinos de la tierra a la humanidad entera.
Poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas es imitar a san José que, contemplando el rostro de Cristo, que es Dios, santificó su trabajo como el primer contemplativo de la historia.