-
San Josemaría
VIDA DE ORACIÓN
Amigos de Dios, 247.- Para algunos, todo esto quizá resulta familiar; para otros, nuevo; para todos, arduo. Pero yo, mientras me quede aliento, no cesaré de predicar la necesidad primordial de ser alma de oración ¡siempre!, en cualquier ocasión y en las circunstancias más dispares, porque Dios no nos abandona nunca. No es cristiano pensar en la amistad divina exclusivamente como en un recurso extremo. ¿Nos puede parecer normal ignorar o despreciar a las personas que amamos? Evidentemente, no. A los que amamos van constantemente las palabras, los deseos, los pensamientos: hay como una continua presencia. Pues así con Dios.
Con esta búsqueda del Señor, toda nuestra jornada se convierte en una sola íntima y confiada conversación. Lo he afirmado y lo he escrito tantas veces, pero no me importa repetirlo, porque Nuestro Señor nos hace ver -con su ejemplo- que ése es el comportamiento certero: oración constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Cuando todo sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, no me abandones! Y ese Dios, manso y humilde de corazón (Mt XI, 29), no olvidará nuestros ruegos, ni permanecerá indiferente, porque Él ha afirmado: pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá (Lc XI, 9).
Procuremos, por tanto, no perder jamás el punto de mira sobrenatural, viendo detrás de cada acontecimiento a Dios: ante lo agradable y lo desagradable, ante el consuelo... y ante el desconsuelo por la muerte de un ser querido. Primero de todo, la charla con tu Padre Dios, buscando al Señor en el centro de nuestra alma. No es cosa que pueda considerarse como pequeñez, de poca monta: es manifestación clara de vida interior constante, de auténtico diálogo de amor. Una práctica que no nos producirá ninguna deformación psicológica, porque -para un cristiano- debe resultar tan natural como el latir del corazón.
Oraciones vocales y oración mental.
Amigos de Dios, 248.- En este entramado, en este actuar de la fe cristiana se engarzan, como joyas, las oraciones vocales. Son fórmulas divinas: Padre Nuestro..., Dios te salve, María..., Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo. Esa corona de alabanzas a Dios y a Nuestra Madre que es el Santo Rosario, y tantas, tantas otras aclamaciones llenas de piedad que nuestros hermanos cristianos han recitado desde el principio.
San Agustín, comentando un versículo del Salmo 85 -Señor, apiádate de mí, porque todo el día clamé a ti, no un día solo-, escribe: por todo el día entiende todo el tiempo, sin cesar... Un solo hombre alcanza hasta el fin del mundo; pues claman los idénticos miembros de Cristo, algunos ya descansan en El, otros le invocan actualmente y otros implorarán cuando nosotros hayamos muerto, y después de ellos seguirán otros suplicando (S. Agustín. Enarrationes in Psalmos, 85, 5 (PL 37, 1085). ¿No os emociona la posibilidad de participar en este homenaje al Creador, que se perpetúa en los siglos? ¡Qué grande es el hombre, cuando se reconoce criatura predilecta de Dios y acude a Él, tota die, en cada instante de su peregrinación terrena!
Amigos de Dios, 249.- Que no falten en nuestra jornada unos momentos dedicados especialmente a frecuentar a Dios, elevando hacia El nuestro pensamiento, sin que las palabras tengan necesidad de asomarse a los labios, porque cantan en el corazón. Dediquemos a esta norma de piedad un tiempo suficiente; a hora fija, si es posible. Al lado del Sagrario, acompañando al que se quedó por Amor. Y si no hubiese más remedio, en cualquier parte, porque nuestro Dios está de modo inefable en nuestra alma en gracia. Te aconsejo, sin embargo, que vayas al oratorio siempre que puedas: y pongo empeño en no llamarlo capilla, para que resalte de modo más claro que no es un sitio para estar, con empaque de oficial ceremonia, sino para levantar la mente en recogimiento e intimidad al cielo, con el convencimiento de que Jesucristo nos ve, nos oye, nos espera y nos preside desde el Tabernáculo, donde está realmente presente escondido en las especies sacramentales.
Cada uno de vosotros, si quiere, puede encontrar el propio cauce, para este coloquio con Dios. No me gusta hablar de métodos ni de fórmulas, porque nunca he sido amigo de encorsetar a nadie: he procurado animar a todos a acercarse al Señor, respetando a cada alma tal como es, con sus propias características. Pedidle que meta sus designios en nuestra vida: no sólo en la cabeza, sino en la entraña del corazón y en toda nuestra actividad externa. Os aseguro que de este modo os ahorraréis gran parte de los disgustos y de las penas del egoísmo, y os sentiréis con fuerza para extender el bien a vuestro alrededor. ¡Cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por los tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, enseguida, luz o, al menos, aceptación y paz.
Al invitarte a esas confidencias con el Maestro me refiero especialmente a tus dificultades personales, porque la mayoría de los obstáculos para nuestra felicidad nacen de una soberbia más o menos oculta. Nos juzgamos de un valor excepcional, con cualidades extraordinarias; y, cuando los demás no lo estiman así, nos sentimos humillados. Es una buena ocasión para acudir a la oración y para rectificar, con la certeza de que nunca es tarde para cambiar la ruta. Pero es muy conveniente iniciar ese cambio de rumbo cuanto antes.
En la oración la soberbia, con la ayuda de la gracia, puede transformarse en humildad. Y brota la verdadera alegría en el alma, aun cuando notemos todavía el barro en las alas, el lodo de la pobre miseria, que se está secando. Después, con la mortificación, caerá ese barro y podremos volar muy alto, porque nos será favorable el viento de la misericordia de Dios.