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10 abril 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

EL PRIMER CONTEMPLATIVO (1 de 3)

Dice el Evangelio, refiriéndose a la Virgen, que guardaba estas cosas ponderándolas en su corazón. Estas cosas son las referidas al misterio que envolvía lo referente a la Encarnación, el Nacimiento y los primeros años de la vida en la tierra de Jesús.

De san José no dice nada, pues, como hemos indicado en otro lugar, siempre se mantuvo en un segundo plano, siendo protagonista en todos los acontecimientos de la vida de infancia del Señor.

Es verdad que fue la Virgen la que recibió el mensaje del ángel que dio paso al misterio, pero también lo es que un ángel hizo a san José conocedor del mismo; es verdad que los pastores encontraron a María y al Niño reclinado en el pesebre, pero también lo es que, junto a ellos, estaba José; es verdad que Simeón, el anciano que encontraron esperándoles en el Templo, dijo a María, su madre... tu misma alma la traspasará una espada, pero también lo es que José estaba junto a María recibiendo la bendición del anciano; es verdad que fue la Virgen la que se dirigió a Jesús Niño en el Templo y que fue Ella la que recibió la respuesta de su Hijo, pero no lo es menos que José anduvo, junto a la Virgen, angustiado buscándolo.

El evangelista apunta que su madre guardaba todas estas cosas en su corazón y nada dice de José, pero no parece inadecuado aplicar al esposo las palabras que el Evangelio aplica a la esposa.

Hemos señalado en otro lugar que el silencio de san José, tan marcado en los evangelios, no es el propio del hombre imaginativo, que vive en las nubes, sin poner pie a tierra, sino el del hombre que necesita del silencio para, ponderando las razones en pro y en contra, dar la solución justa a los problemas que surgen en la vida.

Cuenta san Mateo la angustia que le produjo ver la ingravidez de su esposa cuando aún no la había recibido en su casa ni había tenido intervención alguna en el acontecimiento, y estando considerando estas cosas el ángel le descubrió el misterio, y que, una vez desvelado, José hizo como el ángel del Señor le había mandado y recibió a su esposa.

No se deduce del texto sagrado que José recriminase el silencio de la Virgen, sino más bien que se gozó con Ella recibiéndola en su casa; ni parece que José necesitase más explicaciones para aceptar el misterio. Con las pocas palabras del ángel tuvo suficiente para recordar las promesas divinas hechas al pueblo de Israel siete siglos antes: Una virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien llamarán Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros.

Sin duda, san José, del que nos dirá el evangelista que era justo, estaría inmerso en una más que aceptable cultura bíblica que le habría hecho reflexionar en más de una ocasión sobre las palabras de Isaías.

La Biblia era para los israelitas piadosos, y san José lo era sin ninguna duda, más que información, atmósfera en la que se desenvolvía toda su vida. Por eso bastaron aquellas pocas palabras del ángel para que volviera la paz y desapareciera la zozobra del alma del santo Patriarca. La memoria bien informada le traería el recuerdo de las palabras de Isaías y se vería inmerso en el misterio: No necesitaba más. Su esposa iba a ser la madre del Mesías y él tenía el encargo de custodiarla y dar legitimidad legal a su hijo.

Muchas fueron las maravillas que rodearon la vida de José y de María, pero ninguna fue manifestada en público; permaneciendo en su intimidad pues no habían sido constituidos en pregoneros, sino en custodios.

Sabían que Dios lo sabe todo y que no necesita quien pregone a los hombres sus prodigios. Que, cuando quiere, los cielos refieren su gloria y el firmamento anuncia las obras de sus manos; un día transmite al otro su palabra y una noche a la siguiente su mensaje.

Ambos escucharon maravillados cuanto los pastores les habían dicho y ambos guardaban todas estas cosas ponderándolas en su corazón.

Algo parecido ocurrió cuando, a los cuarenta días del nacimiento, se llegaron hasta el Templo de Jerusalén con el Niño, encontrándose con la sorpresa de ser esperados por el anciano Simeón y la profetisa Ana que, inspirados por Dios, manifestaron, alabándole, su conocimiento del misterio. Todo quedó en la intimidad de los esposos.

Por otra parte, tampoco tenían muchas posibilidades de que alguien, sin una especial inspiración divina, les entendiese. Los pastores en Belén, los ancianos Simeón y Ana en el Templo, y los Magos más tarde se enteraron del misterio por ese camino de la intervención divina.

El pueblo llevaba años esperando un Mesías sonoro y temporalista, liberador del yugo romano e iniciador del imperio de Israel en el mundo. Los sacerdotes y levitas del Templo, dedicados a un culto ritual y acomodados en una mediocridad de oro, vivían muy a gusto colaborando con los romanos y no era cosa de perder su situación y sus prebendas con novedades que podrían sonar a revolucionarias en los oídos de sus protectores -la reacción de Herodes ante las preguntas de los Magos son enormemente ilustrativas-. Tampoco parece que fuese terreno abonado el de los escribas y fariseos, acostumbrados a interpretar la Escritura a su conveniencia y antojo, pues ellos eran los que habían sembrado en el pueblo la idea del Mesías temporalista, libertador de la opresión romana. Poco tenía que ver aquello con lo anunciado por los profetas y comprendido por san José y la Virgen. Su única salida era guardar en su intimidad el conocimiento del misterio y rumiar en su corazón la grandeza del mismo.

Esa contemplación del misterio daría paso, muchos siglos más tarde, a la llamada oración contemplativa. San José, con la Virgen, se pueden considerar profundamente contemplativos. Así fueron calificados por el Papa Juan Pablo II.

No salieron corriendo a ningún lugar; no se hicieron pregoneros de los acontecimientos, simplemente contemplaron en su intimidad la grandeza del amor divino y se extasiaron ante el rostro de Jesús.

San Josemaría Escrivá dice en una de sus homilías refiriéndose al santo Patriarca: Yo lo adivino recogido en contemplación, protegiendo con amor al Hijo de Dios que, hecho hombre, le ha sido confiado a sus cuidados paternales. Con la maravillosa delicadeza del que no vive para sí mismo, el santo Patriarca se prodiga en un servicio tan silencioso como eficaz.

Y el poeta de la edad de oro José de Valdivieso vio así a san José: Adora, reverencia, abraza, besa,/ gorjea, requiebra, alegra y enamora/ al Niño pobre que por Dios confiesa,/y al rico Dios que entre pañales mora;/ gózase la bellísima Princesa/ viendo a José que de contento llora.

Frente a un pueblo de ritos, gestos y abluciones, leyes minuciosas y salmos orales, san José simplemente contempla; contempla a Dios que tiene enfrente, a su lado, junto a él, primero, en la cuna de Belén y, más tarde, en el taller de Nazaret.

La Escritura santa nos habla de la aspiración, del anhelo de ver el rostro de Dios que anidaba en el corazón de todo buen israelita. Ver el rostro de Dios era sed en Moisés, en Elías, en los profetas: De tu parte me dice el corazón: buscad mi rostro; y yo, Yahvé, tu rostro buscaré. No me escondas tu rostro.

Esa búsqueda de Dios, sencilla y deseada, que va desde Abraham hasta Juan el Bautista, pasando por Moisés, Elías, los profetas o los pobres de Yahvé, e incluso los esenios, la ha encontrado san José en aquel niño que todos consideraban su hijo. Ver el rostro de Dios; él lo tiene delante, ante sus ojos, en sus brazos.

Más tarde, el mismo Jesús llamaría bienaventurados a aquellos ojos que le vieron y a aquellos oídos que lo oyeron, porque muchos lo habían deseado sin conseguirlo. El primero, sin duda, de esos bienaventurados fue san José, que no solo lo vio, sino que, incluso, lo acunó; no solo lo oyó, sino que escuchó de sus labios muchas palabras que él mismo le había enseñado.