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8 marzo 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

III. EL JUICIO CIVIL

De todos los evangelistas, San Juan —que pasa por alto los dos interrogatorios presididos por Caifás— es el que relata con mayor extensión el juicio ante el procurador romano, que era entonces, desde el año 26, Pondo Pilato. Aunque su residencia habitual era Cesárea, solía trasladarse a Jerusalem con motivo de las grandes festividades de los judíos, y lo hacía con un notable contingente de tropas para sofocar cualquier desorden. Había experiencia de motines, como por ejemplo el de aquellos galileos cuya sangre se mezcló con la de los sacrificios y que los apóstoles contaron a Jesús (Le 13, 1), suceso ocurrido precisamente en tiempos de Pilato. Y, naturalmente, con motivo de la Pascua, con tanta afluencia de peregrinos en Jerusalem, el deber del procurador era estar presente en la ciudad al tanto de lo que pudiera ocurrir. Se alojó probablemente en la Torre Antonia, fortaleza situada junto a la explanada del Templo, pues aunque a veces se alojaba en el palacio de Herodes cuando iba a Jerusalem, entonces estaban enemistados y en tal situación entre ambos resulta inverosímil que Herodes lo albergara.

Jesús, pues, fue conducido de Caifás al pretorio. «Era muy de mañana», anota San Juan. El pretorio era la residencia del pretor, o del que hiciera sus veces, en este caso el procurador Poncio Pilato. «Ellos no entraron en el pretorio para no contaminarse», pues según las tradiciones de los judíos entrar en la morada de un gentil impurificaba por siete días, y siendo la Pascua no podían celebrarla estando impuros. Tuvo, pues, Pilato que salir del pretorio, ya que ellos no podían entrar.



1. Primer interrogatorio de Pilato

Llevaron, pues, a Jesús («maniatado», dice San Mateo) «y lo entregaron al procurador Pilato», el cual, al verlo ante sí, se dirigió a los judíos y les preguntó:

«¿Que acusación traéis contra este hombre?» Le respondieron: «Si éste no fuera un malhechor no te lo hubiéramos entregado». Les dijo Pilato: «Tomadle vosotros y juzgadle según vuestra ley». Los judíos le respondieron: «A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie» (Jn 18, 29-31).

No era una acusación muy específica, pero debieron añadir algo más. San Lucas dice que «empezaron a acusarle diciendo: Hemos encontrado a éste soliviantando a nuestra gente y prohibiendo dar tributo al César; y dice que es Cristo Rey» (Le 23, 2), y este texto explica lo que San Juan dice a continuación de lo antes transcrito: «Pilato entró de nuevo en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo...» Lo que dijo Pilato y lo que respondió Jesús, constituye materia de inagotable meditación:

«¿Eres tú el Rey de los judíos?» Jesús contestó: «¿Dices eso por ti mismo o te lo han dicho otros de mí?» Pilato respondió: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los pontífices te han entregado a mí: ¿qué has hecho?» Jesús respondió: «Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores lucharían para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí». Pilato le dijo: «¿Luego tú eres Rey?» Jesús contestó: «Tú lo dices: Yo soy Rey. Para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad escucha mi voz.» Pilato le dijo: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18,33-38).

Es poco verosímil que Pilato, aun cuando fuesen esporádicas sus estancias en Jerusalem, careciera de tal manera de información que estuviera ignorante de cuanto se relacionara con Jesús. Nunca había tenido ocasión de conocerle, de modo que aprovechó la acusación de los judíos para investigar por su cuenta y tratar de ver lo que había en aquel hombre tan controvertido. Observa San Agustín que a la pregunta de Pilato de si era Rey de los judíos, pudiendo Jesús responder lisa y llanamente, le interroga a su vez acerca de su fuente de información, para dejar constancia de que respondía no sólo a los gentiles, sino también a los judíos. Quizá fuese así, a juzgar por lo que dijo Pilato («¿acaso soy yo judío? Tu gente y los pontífices te han entregado a mí») indicando de quiénes partía la información.

Jesús dejó bien claro que, en efecto, era Rey, pero que su reino no era de este mundo, pues si lo fuera se hubiera comportado en todo como hacían entonces —y después— los reyes, defendiendo con tropas sus derechos. Esto sentado, Jesús entró en lo que verdaderamente era importante: la razón de su venida al mundo: no a ser proclamado rey para gobernar al modo de los hombres, con servidores y con ejércitos para defenderle o conquistar nuevos reinos, y ni siquiera para sacudir el yugo de Roma que pesaba sobre Israel. Para eso no hubiera valido la pena que el Hijo unigénito del Padre asumiera la naturaleza humana en las entrañas purísimas de la Santísima Virgen María. No. Él había venido a algo bastante más importante e infinitamente superior a toda empresa humana. «Yo he venido —replicó a Pilato— para dar testimonio de la verdad», lo que equivale a decir que Él había venido al mundo a dar testimonio de sí mismo («Yo soy el camino, la verdad, y la vida», Jn 14, 6), y siendo la verdad la manifestación de lo real, su testimonio consistía en manifestar que Él era el Hijo unigénito del Padre hecho hombre y nacido, según la profecía de Isaías, de una virgen, de la Virgen María: el Mesías esperado, el que iba a redimir al mundo de sus pecados. Bien claro lo manifestó a Nicodemo. Se equivocaban, pues, los judíos, que «esperaban del Mesías —como comenta el bienaventurado Josema- ría Escrivá citando a San Pablo (Rom 14, 17)— un poderío temporal visible: que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo» (Es Cristo que pasa, n. 180).

Pero Pilato no estaba para estas sutilezas. Pilato era un político, y todo aquello que estaba diciendo Jesús sobre que su reino no era de este mundo, de que el que era de la verdad escuchaba su voz, de que había venido a dar testimonio de la verdad, no tenía para él el más mínimo interés. «¿Qué es la verdad?», dijo. Desde luego no puede decirse que fuera un hombre de principios, ni tampoco de fe, un hombre que creyera en algo, ni siquiera en la colección de dioses que tenían ya por entonces suficiente categoría para tener un templo en Roma. No era la verdad lo que él valoraba: ni siquiera sabía lo que era. No, Pilato era un político práctico que iba a lo concreto: «¿Qué es lo que has hecho?» Jesús se lo dijo: dar testimonio de la verdad; pero Pilato ni siquiera intentó averiguar lo que querían decir esas palabras. Y sin embargo, eso mismo —dar testimonio de la Verdad— era lo que Jesús había hecho a lo largo de su vida con sus palabras y enseñanzas, en las discusiones con escribas y fariseos, con sus curaciones, con sus milagros. Los judíos sí se dieron cuenta, tanto que una vez intentaron apedrearle porque dijo que Él y el Padre eran una misma cosa (Jn 10, 30 y 31), y también siguió dando testimonio cuando ante el Sanhedrín no negó su filiación.

De todos modos, a través de aquel breve coloquio en el que el procurador romano examinó a Jesús en orden a averiguar qué grado de culpabilidad podía haber en las acusaciones de los judíos, Pilato pudo ver con claridad que no había culpa en Jesús; que las acusaciones nacían más de la envidia o de la animadversión de los príncipes de los judíos que de hechos concretos, a pesar de que, cambiando de táctica, los sacerdotes y ancianos no habían basado su acusación en argumentos religiosos, sino que le acusaban alegando razones políticas. Al fin y al cabo, Pilato era romano, y el ius, el Derecho, había modelado su mentalidad más que las ideas filosóficas o las opiniones religiosas de los pueblos sojuzgados por Roma. Percibió la inocencia de Jesús y saliendo de nuevo se dirigió a los judíos y «les dijo: yo no encuentro en Él ninguna culpa» (Jn 18, 38).