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La verdadera liberación
Rompamos, dijeron, sus ataduras, y sacudamos lejos de nosotros su yugo (Ps 2, 3).
Queremos liberación, queremos vivir sin cadenas, sin vínculos, sin compromisos. ¡Qué mal entendemos lo que es la libertad! Porque desatarse, romper las cadenas, desprenderse en el verdadero sentido de la palabra es liberarse del pecado y del mal, para poder volar, como dice San Juan de la Cruz: “Volé tan alto, tan alto, que le di a la caza alcance”. Ese es el verdadero soltar las amarras, sacudir los lazos que nos atan a nosotros mismos, para volar con alas nuevas y fuertes hasta Dios. Pero querer cortar lo que nos liga a Dios, nuestro Padre, nuestro Creador..., eso es un deseo loco de libertinaje, que no hace sino desfigurar y desvirtuar al mismo hombre.
Pero fue ése el riesgo que Dios quiso correr, para damos la posibilidad de amado libremente, de aceptar voluntaria-mente y cumplir sus planes. Un riesgo que nos cuesta a veces entender, y nos lleva a preguntar: «¿Por qué me has dejado, Señor, este privilegio, con el que soy capaz de seguir tus pasos, pero también de ofenderte? Llegamos así a calibrar el recto uso de la libertad si se dispone hacia el bien; y su equivocada orientación, cuando con esa facultad el hombre olvida, se aparta del Amor de los amores» (J. Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, n. 26).
Nos quedamos perplejos, ante esta capacidad nuestra de libertad, que nos puede llevar a amar a Dios, a buscarlo y seguirlo voluntariamente, pero también nos puede llevar a ofenderlo, a sacudir los lazos que nos unen a Él, para derrumbar su yugo: «Señor, ¿para qué nos has proporcionado este poder?; ¿por qué has depositado en nosotros esa facultad de escogerte o de rechazarte? Tú deseas que empleemos acertadamente esta capacidad nuestra. Señor, ¿qué quieres que haga? (cfr Act IX, 6). Y la respuesta diáfana, precisa: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente (Mt XXII, 37) (Ibid, n. 27).
Dios nos pide amor, nos pide el corazón entero. No le basta con que le amemos como esclavos, como súbditos, sino que quiere que le amemos como hijos, con libertad plena, con todo nuestro corazón. Cuando no entendemos que el verdadero sentido y razón de ser de nuestra libertad -es ésa la posibilidad de amar libremente a Dios-, corremos el riesgo de malbaratar esa capacidad que Dios nos dio. Y «hay hombres que no entienden, que se rebelan contra el Creador -una rebelión impotente, mezquina, triste-, que repiten ciegamente la queja inútil que recoge el Salmo: rompamos sus ataduras y sacudamos lejos de nosotros su dominio (Ps II, 3) (Ibid, n.28).
Esos revoltosos se atrincheran en su libertad entendida como ausencia de cualquier vínculo, de cualquier compromiso. La libertad de ser y de vivir en el vacío, de andar a la deriva, al sabor del viento y de las mareas, sin norte, sin orientación.; Es fácil ver que una vida así está sujeta a todo tipo de manipulaciones, abandonada al relativismo de las circunstancias; con altos y bajos, dependiente de los estados de ánimo y de la valoración subjetiva y engañosa de éxitos y fracasos. Este deseo de una libertad absoluta, sin más -que es imposible en la dimensión humana-, acababa en una prisión hecha de egoísmo y de amor propio, que ata el hombre a su propia miseria, a sus ideas mezquinas y tacañas, a sus deseos y caprichos. Los que viven de ese modo optan por ser esclavos, y no hijos de Dios; creen liberarse, no hacen más que tejer una malla cerrada hecha de las cosas más bajas que les aprisiona con pesados grillos; creen que son ya adultos, hombres racionales, maduros, casi como dioses, y se entregan al' dominio de lo irracional, de lo impulsivo.
En cambio, «cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas. Y la libertad -tesoro incalculable, perla maravillosa que sería triste arrojar a las bestias (cfr Mt VII, 6)- se emplea entera en aprender a hacer el bien (cfr Is I, 17) (Ibid, n. 38).
Entenderemos entonces la realidad de aquellas palabras de Cristo: «Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis reposo para vuestras almas, porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11, 30). El yugo de Cristo ya no nos será pesado, ya no lo sacudiremos lejos de nosotros. Porque sabremos que abrazarse a la Cruz de Cristo es encontrar la felicidad y la paz, y repetiremos las palabras con que Mons. Escrivá de Balaguer traduce, libremente este pasaje del Evangelio: «Mi yugo es el amor, mi yugo es la unidad, mi yugo es la vida, mi yugo es la eficacia» (Via Crucis, Estación II, punto 4).