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Tú, Señor, callabas. No estabas allí para repetir lo que durante tres años habías dicho públicamente entre multitudes; tampoco para satisfacer curiosidades impertinentes con que entretener a un déspota que se creía con el derecho de enterarse de lo que en realidad no parecía interesarle. Tú sabías, Señor, que en lo que Herodes estaba de verdad interesado era en la política que debía seguir con romanos y judíos para conservar su posición sin hacerse molesto a nadie y seguir gozando de sus mezquinos placeres. ¿Por qué ibas a hablar? Siempre nos diste ejemplo, Jesús, y no pronunciaste una palabra ociosa, por inútil, de la que tú dijiste que se nos pediría cuenta.
Tampoco en esto te imita el mundo, Señor. ¡Cuánta palabra inútil, hablada y escrita! Los periódicos nos informan todos los días, con abundantes páginas, de mil cosas triviales, de declaraciones sin sustancia, de sucesos sórdidos, de escándalos que podrían entrar en el capítulo de difamación si fueran verdad y de la calumnia si no lo fuesen. Palabras ociosas, inútiles para la salvación y que, además, ocupan un tiempo que debería dedicarse al trabajo.
Cierto, Jesús, que vivimos en el mundo y es muy conveniente saber lo que ocurre, aunque eso podría hacerse con mucho menos papel. El derecho a la información, claro. ¿Pero por qué, Señor, no se nos informa de lo importante? ¿Por qué no se nos recuerdan tus Mandamientos, ni se nos informa de la Buena Nueva (¡ésa sí que fue noticia!), ni se nos recuerda la muerte, ni lo que viene después, en lugar de tanta palabrería inútil, de tantas trivialidades intrascendentes que se olvidan apenas leídas y que no nos sirven para nada? Es mejor callar que engañar a la gente con promesas que no se cumplen, o con afirmaciones convencionales; mejor que murmurar del prójimo, y también, Señor, mejor que gastar el tiempo discutiendo por cosas baladíes, con réplicas y contrarréplicas, al fin para nada. Mejor callar que andar queriendo saber lo que no nos importa, con esa curiosidad malsana de aquellos antiguos atenienses de los tiempos de San Pablo que sólo se ocupaban en oír y contar novedades. Y todavía es mejor callar ante la acusación injusta, ante la incomprensión y la calumnia. Al fin y al cabo, Jesús, cada uno es lo que es ante Dios, que nos tiene que juzgar a todos. Yo no soy mejor, ni siquiera bueno, porque hablen bien de mí, ni tampoco soy malo o peor porque digan de mí atrocidades (que, por otra parte, sería perfectamente capaz de cometer si tú no me sostuvieras con tu gracia). Basta, en cualquiera de estos casos decir lisa y llanamente la verdad, porque la verdad tiene derecho a ser oída; pero una vez dicha, ya hemos hecho de nuestra parte lo debido.
Hablar es bueno cuando hay que decir las cosas que deben ser dichas; pero cuando hablar no tiene ningún sentido, entonces hay que callar. No es fácil, Señor, oír tu voz que habla siempre en la intimidad cuando tenemos el alma llena de ruido, cuando, aunque no haya sonido de palabras, la imaginación o la memoria son como una inmensa algarabía ensordecedora capaz de impedir que tus palabras suenen en nuestro corazón y nos vayan indicando lo que quieres y lo que no quieres de nosotros.
Herodes no hacía más que hablar, preguntando («le hizo bastantes preguntas») y pidiendo algún prodigio; sabe Dios la algarabía que los príncipes de los sacerdotes y los escribas levantarían repitiendo sus acusaciones, temerosos de que Herodes no encontrara en ti culpa, como sucedió. Estaban tan ocupados en hablar y hablar que no había lugar para la reflexión. Se ofuscaban con sus propias palabras, ahogando cualquier pensamiento sensato. Pero todo estaba previsto: «Mis amigos y los que andaban conmigo huyeron de mí; los que tenía más cerca se me fueron lejos; los que intentaban quitarme la vida se esforzaban en conseguirlo con calumnias y falsos testimonios. Los que pretendían hacerme daño no hablaban sino mentiras, y no hacían sino inventar falsedades contra mí. Pero yo, como si fuera sordo, no escuchaba, y como si fuera mudo, callaba. Estuve en medio de mis acusadores como si no les oyera, como si no tuviera con qué defenderme y convencerles de su error» (Sal 37, 12-15).
Ayúdame, Señor, a no excusarme cada vez que me indican algo que no he hecho bien, a no defender mi amor propio, a no malgastar el don de la palabra; enséñame a sufrir, como tú lo hiciste, la humillación y hasta el público ridículo sin levantar la voz, con la misma aceptación y mansedumbre que tú mostraste. Fuiste tú, Señor, quien mantuvo la dignidad, no los que te pusieron aquella vestidura blanca, ni los que estúpidamente se reían para halagar al déspota. No levantaste la vista cuando te condujeron de nuevo a Pilato paseándote por la ciudad. Tu actitud no fue la de desafío, ni la de un hombre derrotado. ¡Qué difícil nos resulta, Señor, mantener la dignidad y la compostura, ni rabiosa por la impotencia ni servil para aplacar al poderoso, cuando nos tratan con injusticia, y nos ridiculizan por no someternos al capricho de los grandes o a las corrientes o modas imperantes! Ayúdanos a vivir según nos enseñó el Beato Josemaría Escrivá cuando nos daba como un programa de vida: «callar, rezar, trabajar y sonreír», y no hacer poco ni mucho caso de los que, porque no les agradamos o no nos sometemos, nos ridiculizan o zahieren porque no somos como a ellos les gustaría.