-
DÓCIL A LOS PLANES DE DIOS (1 de 2)
Nos cuenta san Mateo la angustia de san José cuando percibió que María, su esposa, se encontraba en estado de buena esperanza sin su conocimiento. No dudaba de su virtud, no le cabía en la cabeza que le hubiese podido ser infiel, pero se enfrentaba a lo que a todas luces era evidente, que su esposa esperaba un hijo y él, su legítimo esposo, no había tenido intervención alguna.
Fue tal su desconcierto y la angustia que le produjo la situación que, no queriendo producir el menor mal a quien tanto amaba, pensó abandonarla en secreto. Entonces vino Dios a descubrirle el misterio.
Estando considerando estas cosas, he aquí que un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, pues lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. (...) Al despertarse José hizo como el ángel del Señor le había mandado y recibió a su esposa.
Unos párrafos más adelante vuelve a contarnos otro momento angustioso en la vida del santo Patriarca. El Niño, que había nacido en Belén, se estaba criando sin ningún contratiempo, proporcionando momentos de felicidad a la Virgen y a san José como todo niño se los proporciona a sus padres. Unos sabios orientales habían venido en su búsqueda y, después de encontrarlo y adorarlo, les contaron de él maravillas y le hicieron unos regalos muy sustanciosos. Todo era alegría y gozo en la humilde casa de Belén hasta que llegaron a sus oídos noticias de las intenciones taimadas del rey Herodes que, en su obsesión persecutoria, había descubierto en el Niño un futuro competidor y había determinado eliminarlo. Un ángel, como en la ocasión anterior, se aparece a san José para decirle: levántate, toma al Niño y a su Madre, huye a Egipto y estate allí hasta que yo te diga. Él se levantó, tomó de noche al niño y a su madre y huyó a Egipto.
En ambos casos, la misma reacción: obedece con presteza y en silencio, ejecuta lo ordenado sin una protesta, sin una insinuación sobre otra posible solución, sin una queja, con plena confianza en Dios, fiado en su palabra.
A esto se le llama docilidad, que no es otra cosa que la prontitud en ejecutar los mandatos divinos.
Levantarse en el vocabulario de la Biblia expresa la prontitud, la docilidad y la energía con que uno se entrega a la tarea que acaba de serle asignada.
San José nos da una gran lección de docilidad. Él, solo, con Dios y su conciencia, con serenidad, sin lamentos, sin buscar apoyos en los que descargar al menos una parte de su responsabilidad, sin pedir explicaciones, sin hacer comentarios, en silencio, fiado de Dios, obedece y sale airoso de una situación que a nosotros, más autosuficientes tal vez, nos hubiese atormentado y deprimido. Él obedece con docilidad y encuentra la paz. Ha puesto toda su vida en manos de Dios y está siempre a la escucha, al acecho de sus mandatos.
Sirve a los planes de Dios, poniendo en ello toda su capacidad humana, su inteligencia, con el deseo de llevar a cabo el querer divino, pues se sabe servidor de Dios, que sabe más que los hombres, cuyos caminos, tantas veces, no coinciden con nuestros caminos. Desea secundar la voluntad de Dios y se esfuerza con toda su capacidad por hacerlo. No se considera una marioneta caprichosamente movida por un extraño; se considera un hombre, un ser inteligente, que se sabe amado de Dios pero, en su humildad, que es sensatez, sentido común, sabe que Dios sabe más y lo hace mejor, por eso no pierde la paz, la serenidad; su ilusión es hacer el querer divino y eso le da paz.
La docilidad a Dios es raíz de esperanza y armonía interior. El cumplimiento de la ley moral es fuente de profunda paz de la conciencia, dice el Papa Benedicto XVI.
Es preciso admitir, para ser dócil, que el hombre es un ser indigente, que el ámbito de sus conocimientos es muy limitado, que necesita aprender cosas y para ello debe ser dócil ante quien se las pueda enseñar, que es preciso tener la mejor disposición para aprender y que para ello se necesita desterrar la soberbia. Nadie resulta más pedante que el que cree saberlo todo manifestando de ese modo lo mucho que ignora.
La docilidad no se casa bien con la soberbia. Cuando nos fijamos en la vida toda de san José percibimos, con facilidad que entre sus muchas cualidades aparece muy en primer término esta de la humildad; no siendo ajena a ello su docilidad para aceptar el querer de Dios, llevar a la perfección la encomienda que Dios le dio en la vida.
San José es un hombre humilde, por eso es dócil y no parece ajeno a esta cualidad el que Dios se fijase en él para que fuese el esposo de quien iba a ser su Madre y el que hiciese con Jesús las veces de padre.
Al recordar los pasajes evangélicos con que hemos iniciado este capítulo, le vemos sencillo, humilde. No reacciona con cólera al sentirse presuntamente traicionado, maltratado; no reaccionó como lo hubieran hecho la inmensa mayoría de los hombres; no lo hace violentamente. Es humilde, sencillo y ve más allá de lo que le señalan los ojos de la cara. Su humildad le lleva a percibir que existen otros ojos, los del alma, los ojos de la fe.
Él se encuentra frente a algo que le supera, que no comprende, pero no se apresura, no actúa movido por el despecho o la ira; no ve, pero admite, porque es humilde, la posibilidad del misterio, y Dios le premia descubriéndoselo.
En la Historia Sagrada, en el Antiguo Testamento, se nos cuenta la curación de un general sirio que encuentra la salud cuando con docilidad ejecuta lo que se le ordena, pero que solo se hace dócil cuando se hace humilde.