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III. EL JUICIO CIVIL
También en este episodio que relata el comienzo del proceso civil hay, Señor, mil cuestiones sobre las que, si tuviéramos un poco más de amor a la Sagrada Escritura, y en especial al testimonio de tus evangelistas, podríamos aplicar provechosamente nuestra atención. No por pura curiosidad intelectual, que si no pasa de ahí se resuelve sólo en un conocimiento estéril, sino como lección para aprender y ejemplo que seguir. San Agustín, en sus comentarios al Evangelio de San Juan se muestra indignado, y no le falta razón, ante la hipocresía de los judíos. ¿Tú, Jesús, un malhechor? «Respondan —dice San Agustín— los libertados de los espíritus inmundos, los enfermos curados, los sordos que oyen, los mudos que hablan, los ciegos que ven, los muertos que resucitan» (Tract., 114, 3).
Tú habías denunciado la levadura de los fariseos, que es la hipocresía, que había hecho de ellos sepulcros blanqueados, previniendo a sus discípulos para que se guardasen de ella. Si hicieran falta pruebas para demostrarlo, aquí las podemos encontrar. El Sanhedrín te condenó como reo de muerte por blasfemo, por confesar la verdad: que eras el Hijo de Dios; pero no es éste el delito que adujeron ante el tribunal del procurador romano; allí dijeron falsamente que prohibías pagar el tributo al César soliviantando al pueblo, y que eras «Cristo Rey». La acusación genérica de que eras un malhechor era inconsistente ante el tribunal romano, cuyo Derecho no admitía este género de vagas e inconcretas acusaciones. Por eso Pilato quiso examinarte personalmente, pero de aquel examen sólo sacó en limpio que eras inocente; lo demás, todo lo que tú pusiste ante sus ojos, como no le interesaba, le resbaló. Tan sólo llegó en este aspecto a una afirmación de escepticismo acerca de la verdad.
¿Y nosotros, Jesús, los que por el santo Bautismo somos hijos adoptivos de Dios, partícipes de su naturaleza divina por la gracia, con el regalo de las virtudes infusas de la fe, la esperanza y la caridad, y por todo ello con el poder de hacer obras no sujetas a la muerte y con valor de vida eterna? Nosotros, Señor, tan privilegiados por efecto de tu misericordia, ¿creemos en la verdad? Tú eres la Verdad. Pero, Señor, yo veo muchas veces a mi alrededor, a cristianos que no creen en ti hasta el extremo de ser consecuentes con tus palabras. Quizá son como Poncio Pilato: están a lo que les interesa, van a lo suyo (nunca a lo tuyo), y tus palabras —que el Magisterio infalible de la única Iglesia fundada por ti proclama y explica hasta la última consecuencia— les resbalan, como a Pilato.
Tú explicaste a Pilato: «todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 18, 38): «No pertenece a la verdad, porque oye su voz —observa San Agustín (Tract., 115,4)—, sino que oye su voz porque pertenece a la verdad». Me asusta, Jesús, este comentario de San Agustín. ¿Es posible que haya en el mundo de hoy tanta gente que no pertenezca a la verdad? Porque, Señor, si no oyen tu voz en estos tiempos en que a través de la Iglesia —el «Testigo vivo» de la verdad revelada— llega hasta los lugares más apartados llevada por el sucesor de Pedro, es que no pertenecen a la verdad. Y oír tu voz equivale a luchar por vivir según lo que ella nos dice. Cuando tú vivías entre nosotros en carne mortal, muchos —multitudes— oyeron tu predicación, pero cuando en los hechos de los Apóstoles se menciona la reunión de tus discípulos para elegir a quien ocupara el lugar de Judas se dice que eran «hasta ciento veinte». ¿Es que los demás no pertenecían a la verdad? Y sin embargo, sí oyeron tu voz, cuando, a través de Pedro, se convirtieron un día tres mil y otro cinco mil. Porque —como sigue diciendo San Agustín— «si nos fijamos en la naturaleza en que hemos sido creados, habiendo sido todos creados, por la Verdad, ¿quién no procede de la verdad? Mas no todos reciben de la Verdad la facultad de escuchar la verdad y creer la verdad, desde luego sin méritos precedentes, para que la gracia no deje de ser gracia».
Yo creo, Jesús, que sí son de la verdad, pero —al menos de momento— el mundo en que viven, la presión de una sociedad desquiciada por los sembradores del mal, les coaccionan moralmente. ¿No ha dicho un escritor, periodista por más señas, en un libro reciente, que «la fuerza que hoy mueve al mundo es la mentira»?
Y nosotros, Señor, que nos confesamos discípulos tuyos, ¿no estaremos contribuyendo también a ese reinado de la mentira? Los fariseos eran como mentiras vivientes: una cosa era la imagen que presentaban al exterior y otra cosa distinta era lo que realmente eran. Yo también tengo la propensión a quedar bien ante los hombres. La buena fama es algo que debe cuidarse, pero nunca con mentiras, maquillando el exterior. Tú eres la Verdad, y toda mentira, cualquier mentira, es un modo de negarte, y yo no quiero nunca más quedar bien ante los hombres si ha de ser a costa de disimular, ocultar o tergiversar la verdad. Yo no quiero ser como Pilato.
Líbranos, Señor, de los engaños y de los lazos de los que quieren apartarnos de ti; líbranos de ellos no sólo para mantenernos fíeles a tu doctrina, sino para confesarte sin miedo a las consecuencias, como tú confesaste tu filiación divina a sabiendas de que aquella confesión te hacía reo de muerte ante la autoridad religiosa de tu pueblo. Quizás así, Señor, ayudemos a los más débiles a encontrar un apoyo en que sostenerse.
El mundo no te quiere, Jesús, a pesar de que Tú dejaste bien claro que tu reino no es de este mundo. Eso ellos lo saben, pero también saben que, no siendo de este mundo, está, sin embargo, en el mundo. Y eso no les gusta, porque estando tu reino en el mundo es un estorbo para los que quieren construirlo sin tu presencia manifestada en tus enseñanzas, en tu Iglesia (en tu única Iglesia), en tus fieles: pecadores, pero fieles, que luchan por agradarte y porque los demás puedan participar de ese tu reino de paz y de justicia, de amor y de misericordia. Y de alegría, porque ¿cómo puede tenerla un hombre que no tiene paz, un hombre que no ama, un hombre corroído por el remordimiento?
Con todo, Jesús, tú amas a los hombres, a todos, aun a los que te niegan y ofenden. Tú no viniste a condenar al mundo, sino a salvarlo, y para eso quisiste valerte de nosotros. Y aquí está nuestra responsabilidad, porque no es con medios simplemente humanos como podemos ayudar a que el mundo se salve: «Salvarán este mundo nuestro —decía en una ocasión Mons. Escrivá a un periodista— no los que pretenden narcotizar la vida del espíritu, reduciendo todo a cuestiones económicas o de bienestar material, sino los que tienen fe en Dios y en el destino eterno del hombre, y saben recibir la verdad de Cristo como luz orientadora para la acción y la conducta» (Conversaciones, n. 95). Así pues, ayúdanos, Jesús, a amar la verdad aunque nos acarree la muerte (cfr. Camino, n. 34): pues Tú eres la Verdad, y para quienes te confiesan, también la Vida, la vida eterna.