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12 marzo 2024

María Luisa Couto-Soares. El Salmo 2. Rey de reyes, Señor de señores. Ed. Palabra, FMC 464

EN EL VALLE DE LOS LAMENTOS

No sabemos contestar a los «porqués» que Dios nos dirige, y nos sentimos confusos cuando toma­mos conciencia de esta tremenda ingratitud de la criatura que se rebela con tanta arrogancia contra el Creador. Ante nuestra nada, nuestra arrogancia, nuestro orgullo ciego, ante nuestros tristes proyec­tos de «ser como dioses»; tomamos conciencia de que nuestro poder y nuestra fuerza no valen nada. Que esos proyectos vanos son como esculturas en hielo o castillos en la arena y se derriten o se des­moronan enseguida. Resumen entonces, en nues­tros oídos, «la risa de Dios»: El que habita en los cie­los se reirá de ellos, se burlará de ellos el Señor (Ps 2, 4). Sentiremos el ridículo de nuestra pequeñez, de nuestra pobre miseria, la insensatez de huir de Dios, saliendo de casa para tierras lejanas, y despilfarrar ahí, en la tierra-sin-Dios, en las ciudades y en las torres babélicas construidas por el hombre, toda la fortuna, los dones preciosos de nuestro Padre. Y, como el hijo pródigo de la parábola, después de unos tiempos de hambre y de privaciones, «caemos en no­sotros mismos». Es el mismo Señor quien nos lleva a caer en nosotros, a entrar dentro de nosotros mis­mos, con su llamamiento y su advertencia: Enton­ces les hablará en su indignación, y les llenará de terror con su ira (Ps 2, 5). Experimentaremos el sen­timiento de nuestra nada, de nuestra hambre, de nuestra necesidad, y nos acordaremos de la casa de nuestro Padre: «Cuántos jornaleros -pensó aquel pobre chico- tienen pan en la casa de mi padre, y yo aquí me estoy muriendo de hambre».

Como escribe San Agustín, el hombre se siente en el valle de los lamentos (cfr Ps 83, 6-7), en el valle de la humildad. «No tema, pues, el hombre perma­necer en el fondo del valle. En ese corazón contrito y humillado, que Dios no desprecia, el Señor prepa­ró las ascensiones mediante las cuales nos elevamos hasta Él» (San Agustín, Sermón 347, 2).