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9 febrero 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

3. El juicio ante el Sanhedrín

El interrogatorio hecho por Anás apenas fue llevado Jesús a su presencia fue breve, y más parece hecho para satisfacer la curiosidad del propio Anás acerca de las posibilidades de fundar una acusación seria que por otra cosa. De allí, como se vio, fue conducido a la casa de Caifás, Sumo Sacerdote. No es posible que a tales horas (quizá las dos y media o tres de la madrugada), en mitad de la noche, estuviese reunido el Sanhedrín en pleno, entre otras razones (aparte de lo intempestivo de la hora, y la falta de seguridad de que el prendimiento y toda la operación montada contra Jesús fuera a salir bien) porque no estaba permitido celebrar los juicios sino a plena luz del día. En cambio, es plausible que algunos miembros sí estuvieran en casa de Caifás, bien por haber sido avisados tan pronto se supo el prendimiento, bien porque se hubieran quedado con el Sumo Sacerdote a la espera de los acontecimientos.

Según Ricciotti, al ser enviado Jesús a su presencia enviado por Anás, se le sometió a una especie de juicio preliminar informal, a modo de ensayo para preparar las acusaciones para el juicio oficial ante el pleno del Sanhedrín; sólo los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas relatan esta parte del juicio religioso, omitido por Juan, que a su vez dedica gran extensión al proceso civil ante el procurador romano.

Del texto de los sinópticos parece deducirse que la preparación del juicio no dio resultado, antes hizo ver la dificultad de encontrar pruebas suficientemente sólidas para condenarle: «muchos atestiguaban en falso contra él, pero los testimonios no coincidían». Por supuesto, es imposible saber quiénes eran estos falsos testigos y cuáles fueron sus testimonios. Sabemos que durante los años de la vida pública de Jesús aparecen mencionados con frecuencia fariseos y escribas que le tendían celadas proponiendo preguntas o cuestiones comprometidas para encontrar motivo para acusarle: recuérdese, por ejemplo, el caso de la mujer adúltera, o el pago del tributo, o el hombre de la mano seca. Ahora bien: nunca, en los tres años que Jesús anduvo predicando por Palestina, habían encontrado nada con entidad suficiente como para que sirviera de prueba para llevarle con una acusación concreta ante la autoridad religiosa. Menos, por tanto, podrían testificar en su contra hombres reunidos con prisa para que le acusaran de algo concreto, por lo que sus testimonios no podían coincidir, bien por la vaguedad de sus acusaciones, bien por confundir hechos o palabras que presentaban de modo distinto unos y otros en cuanto al tiempo o lugar en que sucedieron, o incluso por el contenido. Hasta aquí, ni Caifás ni los pocos que con él interrogaron —o que prepararon a los testigos— sacaron nada en limpio.

Fue —dice San Lucas, 22, 26— cuando «al hacerse de día se reunieron los ancianos del pueblo, los príncipes de los sacerdotes y los escribas, y le condujeron al Sanhedrín». Aquí parece que vislumbraron un poco más de luz al presentarse dos testigos que aparentemente coincidían en su acusación: «Por último se presentaron dos que declararon: éste dijo: Yo puedo destruir el Templo de Dios y edificarlo en tres días» (Mt 26, 61), pero «ni aun así coincidía su testimonio» (Me 14, 59).

Cierto. Estos testigos se referían a algo sucedido dos o tres años atrás, cuando Jesús expulsó del Templo a los vendedores y cambistas y los judíos le preguntaron por la señal que aducía para hacer aquello, a lo que Jesús repuso: «Destruid este Templo y en tres días lo levantaré.» No dijo «Yo puedo destruir este Templo», sino «destruid»; no se le podía, pues, acusar de amenaza contra el Templo, y menos de la buena obra de reedificarlo si lo destruían.

Ya cansados e impacientes por no encontrar causa suficiente para condenarle, «el Sumo Sacerdote, levantándose en el centro, preguntó a Jesús diciendo: ¿No respondes nada a lo que éstos atestiguan contra ti? Pero Él permanecía en silencio y nada respondió» (Me 14,60 y 61). Callaba Jesús. ¿Por qué iba a hablar? La razón de su silencio la dio cuando ya le preguntaron abierta y claramente: «Si tú eres el Cristo, dínoslo. Y les contestó: Si os lo digo, no me creeréis, y si hago una pregunta, no me responderéis» (Le 22, 66-68). «Además os digo que en adelante veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26, 64).

Hasta aquí todavía podía caber algún resquicio de defensa del reo, pues no había pronunciado el nombre de Dios (Yave o Elhoim), sino —como solían hacer los rabinos— lo había sustituido por Poder o Potencia. De aquí que, ya harto el Sumo Sacerdote y los demás le preguntaron abiertamente: «Luego ¿tú eres el Hijo de Dios? Les respondió: Vosotros lo decís: yo soy» (Le 22, 70).

No fue necesario nada más. «En esta pregunta, el término Hijo de Dios no es en la intención de los interrogadores un sinónimo práctico de Mesías, sino que representa, en cotejo con éste, un progreso ulterior, un clímax, y reviste un significado muy superior. Los interrogadores querían saber si Jesús se reputaba Hijo de Dios en el sentido ontológico verdadero. Y contestando Jesús de modo afirmativo, fue considerado blasfemo» (Ricciotti § 569). En realidad, había un antecedente, que San Juan relata en el capítulo 10 de su Evangelio, cuando en discusión con los judíos Jesús afirmó: «Yo y el Padre somos uno» y los judíos cogieron piedras para lapidarle. Pero entonces no se trataba de ningún juicio, y además no había llegado su hora.

Las otras preguntas que pudieran formularle eran ya superfluas «El Sumo Sacerdote, rasgando sus vestiduras dijo: ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Habéis escuchado la blasfemia. ¿Qué os parece? Todos ellos sentenciaron que era reo de muerte» (Me 14, 63 y 64). Habían encontrado —así lo creían— el delito que justificaba su ejecución. Pero así como Caifás, sin saberlo, profetizó cuando, a raíz de la resurrección de Lázaro, dijo que convenía que un hombre muriera por todo el pueblo, así también ahora, al tachar a Jesús de blasfemo, tampoco supo calibrar el alcance de su acusación: «Cuando Pedro confesó que Jesús era Hijo de Dios —dice Luis de la Palma— fundó la Iglesia; cuando Caifás lo negó y le llamó blasfemo, la sinagoga se hundió para siempre».

Parece que todo había terminado con esta sentencia capital; sólo faltaba llevarle al procurador romano para que la confirmara y mandara ejecutarla. Pero no había concluido todo antes de ser llevado a Pilato. Tanto Mateo como Marcos añaden algo, pero algo que es muy significativo. Los jefes del pueblo judío se habían pronunciado declarándole blasfemo y reo de muerte: Jesús era ya un hombre sin derechos. San Mateo escribió: «Entonces comenzaron a escupirle en la cara y a darle bofetadas; los que le abofeteaban decían: adivínalo, Cristo, ¿quién te ha pegado?» (Mt 26, 67 y 68). San Marcos difiere un tanto, de modo que diciendo lo mismo da pie a una duda muy interesante. Una vez pronunciada la sentencia, añade: «Y algunos empezaron a escupirle, a taparle la cara y a golpearle y a decirle: adivina; y los criados le recibieron a bofetadas.»

Esta mención de los criados que «le recibieron a bofetadas» cuando les fue entregado el reo viene después de que algunos, apenas pronunciada la sentencia le escupieron, le vendaron los ojos y le pegaron, divirtiéndose como los niños cuando juegan a las adivinanzas. ¿Quizá quiso sugerir que fueron algunos de entre los miembros del Sanhedrín los que iniciaron el vergonzoso trato a Jesús, dando con su ejemplo carta blanca a los criados para que le maltrataran a placer? Nunca lo sabremos, pero a la vista del odio que hasta su muerte en la Cruz mostraron a Jesús —como se verá— no es afirmación que pueda considerarse descabellada.