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7 febrero 2024

Simón Pardo. San José, un hombre corriente

ESPOSO DE MARÍA (2 de 3)



El ser humano ha sido creado para el amor.

Amar no es simplemente desear el bien del otro, es preciso buscarlo, esforzarse por conseguirlo; es necesario entregarse al ser amado y esto se consigue con un acto de la voluntad, porque el amor no es un simple sentimiento ni un mero afecto sensible ni una simple atracción física, es un acto libre y, por ello, voluntario, que nace de nuestro interior, por el que se busca el bien de la persona que se ama.

Si Dios es amor, como nos recuerda san Juan, el evangelista, Él voluntariamente -no podría ser de otro modo- ha pensado en cada uno de nosotros y ha buscado nuestro bien y, por ello, nos ha llamado a la existencia. Nos ha creado a su imagen y semejanza, nos ha hecho seres libres e inteligentes y, si somos imagen de Dios -icono de Dios en la tierra-, nos ha hecho también para el amor. Nuestra capacidad de amar es participación del ser divino.

Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti. (San Agustín en Confesiones, 1, 1).

El amor esponsal con el que se quisieron san José y la Virgen, y con el que deben quererse todos los esposos, tiene unas características acordes con la naturaleza humana y queridas por Dios al instituir el matrimonio en los albores de la humanidad.

La promesa mutua de amor que se otorgan los esposos en la ceremonia de su boda es un compromiso permanente, hecho para toda la vida, que ha de estrenarse a diario, que conlleva un pensar en el otro, como piensa Dios en cada uno de nosotros, que se esfuerza en buscar los medios para que el otro sea feliz, que genera una búsqueda generosa, delicada y detallista del bien del otro.

El amor esponsal exige en ambos esposos el compromiso de conjuntar voluntades en la búsqueda del bien del otro: ambos deben ser sujeto del amor al otro y objeto del amor del otro.

El amor conyugal es darse, no dar; es servicio fecundo, es entrega, es generosidad. Es reflejo del amor divino que se nos da sin medida, con total generosidad.

Es excluyente porque ama en su totalidad. El esposo o la esposa no aman algo del otro, sino que aman al otro en su integridad, como es él, con sus virtudes y sus defectos, con sus cualidades y sus limitaciones, con sus lagunas y sus manías, con su mediocridad.

Es un amor espiritual que no se olvida de su vertiente afectiva, pero que va más allá. No se queda en el simple sentimiento de agrado o en la emoción pasajera que nos hace vibrar por un momento pero que pasa y desaparece, ni en la simple pasión de algo agradable que dura por más o menos tiempo.

No es mero afecto, porque el mero afecto es algo que viene y va y cuya bondad o malicia depende del uso que del mismo hagan las personas, pero sí es preciso usar de ese afecto para expresar el amor hacia el otro.

No es solo sentimiento, pero también es preciso el sentimiento que resulta básico para el enamoramiento; ese sentimiento que origina la mutua atracción, el deseo de estar con el otro, el agrado que nos produce su presencia, la emoción que nos hace vibrar cuando nos encontramos.

No es solo pasión, pero sí debe ser apasionado, capaz de resistir las embestidas de la dificultad, de la rutina, del tiempo que genera costumbre y que puede llevar al egoísmo y a no querer al otro por él, sino por uno mismo, que no busca el bien del otro, sino el bien que el otro me proporciona, que no busca el disfrute, la felicidad del otro, sino el disfrute y la felicidad propias.

Cuando el amor esponsal queda limitado a los afectos, entonces la persona que los siente se convierte en centro de esa relación, buscando no la felicidad del otro, sino el goce personal y egoísta de esos sentimientos cuando son gratos, terminando por rechazarlos cuando no lo son. Y entonces se acaba el verdadero amor. Han dejado de comportarse como verdaderos esposos para ser pareja de hecho que vive bajo el mismo techo. No se busca la felicidad del otro, sino la propia felicidad que, al ser engendrada por el egoísmo, se convierte de ordinario en infelicidad. Han dejado de amarse para tolerarse; se han convertido en una comunidad de intereses materiales, de conveniencias sociales o de satisfacciones camales.

El amor, decía Aristóteles, es la capacidad de sacrificio en bien de la persona amada, y ese, entiendo, es el amor esponsal. Tanto amo más al otro cuanto más dispuesto estoy a sacrificarme por él.

Y de Benedicto XVI son las siguientes: El amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado; se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca.

El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad -solo esta persona- y en el sentido del «para siempre.

Cuenta el Evangelio que, en una ocasión, se presentaron ante el Señor unos fariseos con ánimo de ponerle en una dificultad y le preguntaron si era lícito repudiar a la mujer por cualquier causa, y Jesús les contestó: ¿no habéis leído que al principio el Creador los hizo hombre y mujer y que dijo: por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne? Así pues, ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre.

El Señor confirma en este pasaje las dos características del amor conyugal: la unidad y la indisolubilidad, que son las propiedades de todo matrimonio.

Este amor entre los esposos tiene su paradigma en el amor eterno, fiel e infinito de Dios para con el hombre que de modo tan manifiesto aparece en la Historia de la Salvación.

Los profetas del Antiguo Testamento parangonaron la alianza de Dios con el pueblo con la alianza de amor que liga a los esposos. Entonces te desposé conmigo en la justicia y el derecho, en la benignidad y en el amor; te desposé conmigo en la fidelidad, y tú conocerás a Yavé.

Del mismo modo que Dios es fiel a su promesa amando a los hombres con amor indestructible, así deben los esposos ser fieles a su promesa de amor.

Por eso el amor entre los esposos no puede reducirse, como dijimos más arriba, a un mero afecto sensible. La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión personal; si la persona se reserva algo o la posibilidad de decidir de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente (Juan Pablo II).

Si el amor de los esposos tuviese como condición la temporalidad, entonces habría dejado de ser verdadero amor para quedarse en simple atracción que viene y va o en pobre sentimiento que aparece y desaparece al compás de los avatares de la vida.

Otra característica del amor conyugal es su carácter vocacional. San Josemaría Escrivá decía en una de sus homilías más conocidas: El amor que conduce al matrimonio y a la familia puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios.