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LA FAMILIA DE SAN JOSÉ (2 de 3)
Esta unidad que nace del amor entre los esposos y con los hijos y de estos con sus padres y hermanos, la sostiene el amor que será preciso estrenar a diario y que tiene como término ese mismo amor entre todos los miembros de la familia.
Este amor debe ser operativo, humano y profundamente sobrenatural, capaz de trasformar el simple domicilio en hogar; un amor que hace del esfuerzo por adquirir los bienes materiales necesarios una comunión de bienestar y de afanes, un instrumento de unión, de paz y de mutua ayuda, de servicio a Dios y a los demás. Un amor que convierte la simple convivencia en vida familiar, que sabe de renuncia y abnegación, de lealtad y confianza, de respeto y comprensión.
De este amor es ejemplo la familia de san José. Así lo afirmaba el Papa Juan Pablo II en 1993. Decía: El ejemplo de la Sagrada Familia os ayude a crecer día a día en el camino de la fidelidad y el amor.
Ese ejemplo ha de impulsar a las familias a reproducir en su vida diaria el clima de laboriosidad serena y operosa de la casa de Nazaret, creciendo unidas en la escucha constante y en el seguimiento dócil del Evangelio... La Sagrada Familia debe ser el modelo de toda familia a fin de que, al imitarla, se transforme cada vez más en una familia auténtica, vivificada por la luz y el vigor del Espíritu Santo, signo de reconciliación y paz para todos los hombres.
Del hogar de Nazaret debemos aprender todos las virtudes familiares: el amor, la sencillez y modestia de vida, la paz, el orden, el respeto mutuo, el cumplimiento del deber, la paciencia, la laboriosidad, la alegría...
San Pablo, escribiendo a los cristianos de Colosas, les enumera una serie de virtudes que bien podríamos calificar como domésticas, muy propias de la vida familiar. Les dice: Revestíos con entrañas de misericordia, con bondad, con humildad, con mansedumbre, con paciencia, como virtudes proyectadas hacia los demás, hacia fuera, en contraposición con esa tendencia a la autoafirmación que resulta hoy tan común a la generalidad de las personas, añadiendo el apóstol: sobrellevaos mutuamente perdonándoos cuando alguno tenga queja contra otro; como el Señor nos ha perdonado.
Cristo adornará su predicación con mil detalles aprendidos en su hogar de Nazaret, llegando directamente con su palabra y sus milagros al ámbito familiar.
El evangelio de la infancia que escribió san Lucas pone de manifiesto el interés de san José por su familia: se cuida de cumplir con el Niño y la Madre las obligaciones nacidas de su condición judía: la circuncisión, la presentación en el Templo y su rescate según la ley, la purificación de la Virgen; de poner a salvo de las insidias de Herodes a Jesús; se preocupa, al volver a su tierra, de domiciliarse en Nazaret, donde la convivencia con familiares y amigos haría más cómoda la vida... También sabemos de su preocupación a la hora de introducir a Jesús en el cumplimiento del deber que todo judío tenía de asistir al menos una vez al año a las fiestas de Jerusalén.
Esa dedicación a la familia que vemos en san José es deber que atañe a los miembros de todas las familias de la tierra, pero en primer lugar a los padres. Esta dedicación no puede reducirse a la búsqueda de los medios materiales para subsistir, sino que debe implicar a los padres en la directa educación de sus hijos y en la atención al otro cónyuge.
Hoy no es infrecuente que, acuciados por las necesidades materiales, reales o ficticias, trabajen ambos cónyuges fuera del hogar, olvidándose a veces de que lo más importante a que tienen que dedicar su vida es a la educación de sus hijos, sin que pueda tranquilizar su conciencia el hecho de buscarles un buen colegio o, simplemente, un colegio, porque los hijos necesitan del ejemplo, la compañía y el consejo de los padres.
San Josemaría Escrivá dejó escrito en una de sus homilías: Es necesario que los padres encuentren tiempo para estar con sus hijos y hablar con ellos. Los hijos son lo más importante: más importante que los negocios, que el trabajo, que el descanso. En esas conversaciones conviene escucharles con atención, esforzándose por comprenderlos, saber reconocer la parte de verdad -o la verdad entera- que pueda haber en algunas de sus rebeldías. Y, al mismo tiempo, ayudarles a encauzar rectamente sus afanes e ilusiones, enseñarles a considerar las cosas y a razonar; no imponerles una conducta, sino mostrarles los motivos, sobrenaturales y humanos, que la aconsejan. En una palabra, respetar la libertad, ya que no hay verdadera educación sin responsabilidad personal ni responsabilidad sin libertad.
Esta misma idea fue expuesta por Juan Pablo II en múltiples ocasiones. La fecundidad es el fruto y el signo del amor conyugal, el testimonio vivo de la entrega plena y recíproca de los esposos. La fecundidad del amor conyugal no se reduce, sin embargo, a la sola procreación de los hijos, aunque sea entendida en su dimensión específicamente humana: se amplía y se enriquece con todos los frutos de la vida moral, espiritual y sobrenatural que el padre y la madre están llamados a dar a los hijos y, por medio de ellos, a la Iglesia y al mundo.
La educación de los hijos es un derecho irrenunciable de los padres, pero, a la vez, es un deber ineludible, el primer deber, calificado por la Iglesia como esencial, original y primario, insustituible e inalienable.
En el centro de este deber educativo está la educación en la fe. Sin que resulte superfluo el cumplimiento de este deber.
Las nuevas generaciones de cristianos, como ha ocurrido a lo largo de la historia, dependen de la fidelidad de los padres en el cumplimiento de esta misión. Son los padres los primeros mensajeros del Evangelio para sus hijos. Es en la familia, en el hogar, donde los hijos deben aprender a rezar. Es el ejemplo de los padres la primera escuela para sus hijos; donde los niños pequeños, que aprenden por osmosis, ven hecho vida el Evangelio.
El Papa Pablo VI les recordaba este deber a los padres cuando les interrogaba: ¿enseñáis a vuestros niños las oraciones del cristiano? ¿Preparáis, de acuerdo con los sacerdotes, a vuestros hijos para los sacramentos de la primera edad: la confesión, la Comunión, la Confirmación?
Los cristianos no nacen, se hacen, decía san Jerónimo. Se hacen por el Bautismo, en primer lugar, pero también por el ejemplo de sus padres.
Es claro que el ejemplo, la vida limpia y cristiana de los padres es la primera enseñanza para los hijos. Si los padres rezan, reciben con frecuencia los sacramentos, asisten en familia a la Misa dominical, se quieren, están abonando el terreno para una buena educación en la fe de sus hijos.
Con frecuencia ocurre que, al trabajar ambos progenitores fuera del hogar y volver cansados cada tarde, se les olvida rezar con los niños que de sus labios debieron aprender las oraciones, no resultando infrecuente el caso de que los niños que no aprenden de labios de sus padres las oraciones encuentran muchas dificultades para aprenderlas.