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4. Judas Iscariote
Meditar acerca del caso de Judas es, a la vez, estremecedor y de gran provecho para quien quiera abrirse a la gracia para comprender, sobre los textos del Evangelio, el porqué del desastroso final de un apóstol. Se puede, incluso, hablar de un cierto paralelismo entre Pedro y Judas, y a este paralelismo da pie un texto de San Mateo que dice así:
Entonces Judas, el que le entregó, al ver que había sido condenado, se arrepintió de lo hecho, y devolvió las treinta monedas de plata a los príncipes de los sacerdotes y a los ancianos, diciendo: «He pecado entregando sangre inocente.» Pero ellos dijeron: «¿A nosotros qué? Tú veras.» Y arrojando las monedas de plata en el Templo, fue y se ahorcó (Mt 27, 1-5).
Ambos, Pedro y Judas, pecaron; ambos, Pedro y Judas, se arrepintieron. Y sin embargo, Pedro está en los altares, y Judas es el único de quien se puede decir con algún fundamento que está en el infierno. (Hay tres expresiones en el Evangelio que dan pie a esta afirmación: «¿No os he elegido yo a los doce, y sin embargo uno de vosotros es un diablo?», Jn 6, 70; «He guardado a los que me diste y ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura», Jn 17, 12; «¡Ay de aquel hombre por quien el Hijo del Hombre es entregado! Más le valiera a ese hombre no haber nacido», Mt 26, 24).
¿Cuál es, pues, dónde está ese algo diferencial que, habiendo pecado los dos, y habiéndose arrepentido ambos, haya provocado suertes tan distintas? Quizá pueden señalarse dos diferencias, o acaso sólo una que constituye la causa de la otra: Pedro amaba a Jesús, y Judas no. En la caída de Pedro hay una circunstancia muy peculiar que explica su arrepentimiento y que viene en San Lucas. Cuando Pedro negó por tercera vez, «al instante, estando todavía hablando, cantó el gallo. El Señor se volvió y miró a Pedro. Y recordó Pedro las palabras que el Señor le había dicho: antes de que el gallo cante hoy me habrás negado tres veces. Salió fuera y lloró amargamente» (Le 22, 60-62).
Fue —como se vio antes— el momento en que Jesús, maniatado, era conducido de Anás a Caifás, cuando coincidió la tercera negación y el canto del gallo; y cuando Pedro se encontró con la mirada de Jesús, y le vio humillado, conducido como un malhechor, le entró tal congoja que se puso a llorar al percibir de qué modo le había fallado. A Pedro le dolió la enormidad de su pecado porque quería a Jesús y le había Pegado cuando más leal debería haberle sido. Fue dolor de amor, y sus lágrimas fueron la expresión de la intensidad de su arrepentimiento.
Pero en Judas Jesús está ausente. A Judas no se le ocurrió buscar a Jesús para encontrarse con su mirada misericordiosa y llena de comprensión y decirle siquiera: «Lo siento». En lugar de buscar a Jesús fue a ver a los cómplices de su traición: se dio cuenta de cómo su resentimiento, o lo que fuera, hacia Jesús le había llevado a desempeñar un papel muy poco glorioso. Sus cómplices, los que le habían utilizado, se desentendieron por completo de él. Judas había cumplido su parte, le habían pagado el precio de su traición y no había nada que reclamar ni deshacer. Pedro sintió dolor, Judas sólo arrepentimiento, o quizá debiéramos decir «remordimiento». Pedro lo sintió por Jesús, al que había defraudado, pero el arrepentimiento de Judas nacía de su amor propio. Y al ver de qué modo se encogían de hombros los príncipes de los sacerdotes que antes le habían buscado y halagado cuando le necesitaban, desesperado fue y se ahorcó. Quizá, como dice San Juan Crisóstomo, «condenar su acción, arrojar el dinero (...) todo eso es digno de alabanza; lo que no tiene perdón, lo que fue obra del maligno espíritu, fue ahorcarse» (Hom., 85 s. Mt 2). Sin embargo, no parece, a juzgar por el tono y el contexto, que lo que el Crisóstomo llama digno de alabanza —y en sí, sin duda, lo fue— lo fuera también en su origen. Se parece demasiado a una reacción de despecho, al fastidio de haberse equivocado de un modo que creía irreparable.
Llegó un momento en que ya era muy difícil retroceder. Aparentemente era como los demás, como los otros once, con sus defectos igual que los tenían los otros, pero quizá no tan al aire. No podemos saber qué le ocurriría con Jesús para llegar al extremo de venderle: la codicia no parece motivo suficiente para desencadenar una catástrofe tan grande, y quizá hubo resentimiento por alguna advertencia o, simplemente, por considerarse preterido. No lo sabemos, ni se puede saber.
Uno de los evangelistas, San Mateo, parece sugerir que a consecuencia de la unción de María a Jesús con el valioso perfume y la alabanza de Jesús por aquella acción, Judas, despechado, decidió entregar a Jesús, pues a continuación de las palabras de Jesús («donde quiera que se predique este evangelio en todo el mundo, también se contará para memoria suya lo que esta mujer ha hecho») añade: «Entonces, uno de los doce, llamado Judas Iscariote, fue donde los príncipes de los sacerdote y dijo: ¿Qué me queréis dar a cambio de que os lo entregue?» (Mt 26, 14 y 15). En todo caso, al reunirse para la Cena pascual, Judas ya no era de hecho uno de ellos. Esto lo dice San Lucas, pero de otra manera:
Entró Satanás en Judas, llamado Iscariote, uno de los doce. Fue y habló con los príncipes de los sacerdotes y con los magistrados sobre el modo de entregárselo. Ellos se alegraron y convinieron en darle dinero. Él quedó comprometido y buscaba la ocasión propicia para entregárselo sin tumulto (Le 22, 3-6).
Durante la Cena Jesús anunció a los apóstoles la traición, pero sin mencionar nombre alguno. Es San Marcos quien mejor dibuja el cuadro: «Mientras estaban a la mesa, comiendo, Jesús dijo: En verdad os digo que uno de vosotros me va a traicionar, el que come conmigo. Comenzaron a entristecerse y a decirle cada uno: ¿Acaso soy yo?» (Me 14, 18 y 19). También Judas lo preguntó: «¿Acaso soy yo, Rabbí? Le respondió: Tú lo has dicho» (Mt 26, 25). Nadie le oyó, pues Jesús no quiso descubrirle alzando la voz, de modo que Judas siguió representando su papel (si no hubiera preguntado, como hicieron los demás, eso mismo habría hecho ver que era él). Esto explica lo que dice San Juan, que nunca se menciona a sí mismo por su nombre y estaba recostado en la Cena al lado de Jesús: «Simón Pedro le hizo señas y le dijo: Pregúntale de quién habla. Le preguntó: Señor, ¿quién es? Jesús respondió: Es aquel a quien dé el bocado que voy a mojar». Así lo hizo, dándoselo a Judas: «Entonces, tras el bocado, entró en él Satanás. Y Jesús le dijo: Lo que vas a hacer, hazlo pronto». Judas se marchó. Y anota San Juan: «Era de noche» (Jn 13,23-30).
En efecto, una vez entrado en él Satanás, era la noche definitiva y sin fin. Judas había desaprovechado la mano que para sacarlo adelante le había tendido por dos veces Jesús en la Cena. Primero, cuando al preguntarle Judas, como los demás. «¿Acaso soy yo?», Jesús le respondió: «Tú lo has dicho». Hubiera podido entonces Judas, al ver que Jesús lo sabía, renunciar a sus planes, pero como los demás no se habían enterado, siguió fingiendo. La segunda, cuando (según era costumbre en el anfitrión dar un bocado al que quería honrar), mojó pan en la salsa y se lo dio. Después de desaprovechar esta segunda oportunidad, ya no hubo ninguna más. Las palabras de Jesús —«lo que vas a hacer, hazlo pronto»— equivalieron a una despedida. De hecho, y desde aquel momento, estaba excluido del colegio apostólico.