Página inicio

-

Agenda

20 febrero 2024

María LuisaCouto-Soares. El Salmo 2. Rey de reyes, Señor de señores. Ed. Palabra, FMC 464

Dios nos pregunta ¿por qué?

Es Dios mismo quien nos lo pregunta: «¿Por qué se han amotinado las naciones?» (Ps 2, 1). ¿Por qué rechazamos a Cristo? ¿Por qué resistimos a su rei­nado, a su dominio? ¿Por qué se levantan las mu­chedumbres, los pueblos, y vociferan contra Cristo, contra su Dios? La pregunta de Dios -¿Por qué?­ nos recuerda aquella otra pregunta de Jesús amarrado por la brutalidad de los guardias y lleva­do a empujones a la presencia del Sumo Sacerdote Anás: «¿Por qué me interrogas?» (Ioh 18, 21). La delicadeza y la mansedumbre de Cristo hace realzar todavía más la impertinencia y la arrogancia del in­terrogatorio de Anás. Uno de los guardias corres­ponde a la paciencia de Jesucristo con un bofetón violento e injusto.

-«¿Por qué me pegas?» -pregunta Jesús.

¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué tantas veces correspondemos al amor de Cristo con un bofetón, con un encoger de hombros o con una contestación indiferente Y- fría? ¿Por qué muchas veces ni siquie­ra oímos lo que el Señor tiene que decirnos, o para pedirnos, o para darnos, y nos cerramos en nuestro escepticismo adulto, disimulado con un aire lejano y altivo, como si Dios no fuera para nosotros más que una idea general, posible, sí, pero lejana y ajena a nuestra vida?

¿Por qué, desde los principios de los tiempos, cuando Adán fue creado por Dios, se prefirió a sí mismo y rechazó a su Creador, llevado por las ten­tadoras palabras de la serpiente? «¡Seréis como dioses!» (Gen 3,5) -murmuró la serpiente a Eva. Esta vio que el fruto era bueno, lo gustó y fue a dar tam­bién a su marido. En la raíz del acto de Adán y Eva está la exclusión de Dios por la oposición frontal a un mandato suyo, por una actitud de rivalidad para con Dios, con la ilusoria pretensión de «ser como El».

¿No eran perfectamente felices Adán y Eva en el Paraíso? ¿No tenían la amistad de Dios que les ha­bía creado en «un paraíso de delicias»? Nos cuenta el Génesis que «el Señor había producido de la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista y de fru­tos dulces para comer; y el árbol de la vida en el me­dio del paraíso, y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Desde este lugar de delicias salía un río para re­gar todo el paraíso, el cual se dividí a en cuatro brazos...» (Gen 2,8-14).

Pues no obstante todas estas maravillas, este «paraíso de delicias», este paisaje ecológicamente perfecto, que hoy día la gente busca con ansiedad para descansar, no obstante todo esto, Adán y Eva han preferido hacer la experiencia. La tentación del «seréis como dioses» les llevó a desobedecer a su Creador. E intentan expulsarlo de sus vidas, esca­parse a su Ley, rechazar el señorío divino. Era demasiado fuerte, demasiado sutil, demasiado radical, la tentación. Frente a la idea de «ser como dios», el hombre ni tiempo tiene para reflexionar. Un mo­mento de duda, al oír la insinuación de la serpiente, un ligero pensamiento. Eva vio enseguida que el fru­to era «bueno para comer, y hermoso a sus ojos y de aspecto agradable». Sacó el fruto del árbol y co­mió; y dio a su marido, que también comió» (Gen 3, 6). No piensan en las consecuencias del acto, ni pien­san en el Amor con que Dios les había creado, ni en la cantidad de cosas buenas y hermosas de las que podrían disponer en aquel «paraíso de delicias» que era su morada. Solamente piensan en aquel fruto re­dondo, brillante que tenían delante de los ojos, que les atraía y les tentaba, y en su orgullo ciego, se pre­cipitan, y toman la decisión loca e impensada de co­merla. Lo comen con avidez, con hambre, con an­siedad, con la sola mira de «ser como Dios».

Así se repiten a lo largo de toda la historia hu­mana las tentaciones: la perspectiva de un pequeño placer de momento, de un amor a primera vista, fu­gaz, la ceguera que provoca una luz fuerte, repenti­na, la precipitación, el pecado. Y después, inevitable, la huida de Dios, la vergüenza de compadecer en su presencia, la rotura, la negación, el odio: son los pel­daños de una escalera que se pueda bajar en poco tiempo. El Papa Juan Pablo II, en su Exhortación Apost. Reconciliación y Penitencia hace referencia a esta narración de la caída de nuestros primeros pa­dres, de la cual saca enseñanzas valiosas para ha­cemos conscientes del misterio del pecado, el mis­terio de la iniquidad, según expresión de San Pablo (2 Thes 2, 7).