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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
LAS SANTAS MUJERES (2 de 2)
En la madrugada del sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro (Mt 28, 1).
Aquellas mujeres que iban al sepulcro estaban todavía en tinieblas. Sus ventanas estaban cerradas, y la claridad del nuevo amanecer aún no había entrado en sus almas. Se hallaban poseídas de una enorme tristeza. Y, sin embargo, la luz aún no extinguida de un amor antiguo y presente las movía. Al igual que las vírgenes prudentes de la parábola, habían conservado aceite en sus lámparas, y era ese aceite, tan celosamente guardado, del amor a Jesús de Nazaret, el que ahora, encendido como una herida abierta, guiaba sus pasos en medio de la noche. Y así, en esta santa aurora, contemplamos las dos luminarias que han alumbrado la historia del hombre con su Dios: la del Amor de Dios, que ya ha despuntado poderoso y pregona su triunfo bañando la Tierra entera con un nuevo resplandor; y la del amor a Dios, la de la Ley, la luminaria antigua del primer mandamiento del decálogo, cuya luz se había apagado en tantas almas aquella noche del Calvario. Ambas llamas, la mayor y la menor, el Rey del día y la reina de la noche, salen ahora al encuentro. La cortina que las separa está a punto de caer, movida desde dentro por la fe y desde fuera por la manifestación del mismo Cristo glorioso. Y, cuando esto suceda, aquellas almas, caminantes temerosas de la noche por la gracia de un candil de amor humano ofrecido a su Señor, se verán desbordadas por la claridad que vence definitivamente a las tinieblas, y, deslumbrado el destello de sus lámparas por el fulgor del mismo Sol, sabrán por vez primera qué es la luz:
En esto consiste el Amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó
y nos entregó a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1 Jn 4, 10).
La contemplación de las santas mujeres camino del Calvario en aquella madrugada es la mejor explicación del contenido del primer mandamiento:
Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas (Dt 6, 4-5).
Tras este mandato se escondía un Dios sumamente celoso, que quería para sí todo el amor de su criatura; y, a la vez, un Creador lleno de ternura que no quería que los suyos bebiesen en otra fuente que la del agua limpia de sus cuidados. En todo caso, se trataba de una petición que al hombre le hacía su mismo Dios.
Y cuando Dios en persona, tomando carne humana, vino a recoger este tributo de amor, el hombre le recibió con odio y envidia, y le clavó en una cruz. No había querido amar como Dios le pedía, hasta el extremo: mientras te quede corazón, mientras te quede alma, mientras te queden fuerzas.
Cualquier persona que se haya adentrado en la aventura del amor, ya sea a Dios o, en su medida, a las criaturas, ha hecho un trascendental descubrimiento: por la razón que sea, y esa razón no anda muy lejos de la realidad del primer pecado; amar, en esta tierra, y de verdad, hace daño. Lógicamente, no me refiero a la frivolidad con que se llama amor en nuestros días a las realidades más sucias y envilecedoras. Me refiero al amor auténtico, a la entrega rendida y sin condiciones. Ese amor auténtico, en esta tierra, conlleva un dolor y una herida, un desgarro y unas lágrimas que por ser dulces no son menos amargas. El tropezar, en la entrega, con el pecado del ser amado o con el propio, con la misma limitación de la carne o con las realidades de la enfermedad, el sufrimiento, y la muerte, requieren en aquel que ama una aceptación del sufrimiento como compañero inseparable. Muchas personas, al llegar este momento de prueba, optan por apagar sus lámparas. Otras se resignan un tiempo y acaban cansándose, porque en el fondo sólo se buscaban a sí mismos.
Me aterra en ocasiones el ambiente sensiblero y profundamente falso en que están siendo educados nuestros jóvenes, para quienes el sacrificio y la Cruz son grandes desconocidos. Me aterra porque me parece sumamente peligroso educar personas incapaces de sufrir, a quienes se les han traducido las realidades más valiosas de modo que en ellas no haya nada incómodo. Y todavía más me preocupa el ver cómo este ambiente se ha infiltrado en nuestras parroquias, entre quienes deben educar en la fe. Llevaría mucho tiempo desvelar todas las trampas que a la juventud se le han tendido en cada esquina, y con toda seguridad habrá quien lo haga mucho mejor que yo, pero permítaseme relatar una breve anécdota que ilustre hasta qué punto se está anestesiando sus conciencias con una presentación artera de las realidades más nobles. En un encuentro con chicos y chicas adolescentes, al catequista se le ocurrió realizar un juego. Confieso que nunca he entendido esta obsesión por entretener a los adolescentes con juegos, como si fueran niños, por temor a que el aburrimiento les aleje de la Iglesia. Quizá en esta misma forma de educación ya se está huyendo de lo «desagradable», y por ello el sistema está viciado de raíz. En todo caso, en el juego aquel se subastaban «valores» como se subastan los muebles de un pobre desahuciado acribillado por el sistema bancario. A cada chico se le daba un dinero imaginario, que debían gastar en valores como «amistad», «sinceridad», «perdón», «amor»... Yo, que estaba de observador estupefacto, reparé en una chica que no había gastado nada de lo que tenía... Hasta que salió a subasta el «amor». Poseída de un frenesí, digno sin duda de mejor causa, se levantó de la silla con el rostro enrojecido y ofreció todo lo que poseía por aquel «valor». Omito mis meditaciones al respecto. Al día siguiente, segundos antes de celebrar la Eucaristía, cuando íbamos a entrar en la capilla, reparé en que esta misma chica estaba mascando chicle. Le pedí entonces que, por respeto al Señor y al Santo Sacrificio, tirase el chicle antes de entrar en el lugar sagrado. Sólo con una mueca de gran contrariedad, y como quien realiza un enorme esfuerzo, después de haberle insistido, escupió de mala gana aquel chicle. Y yo me quedé pensando qué le habrían enseñado a esta chica que se esconde tras aquella palabra por la que estaba dispuesta a todo la noche anterior.
Pero cuando el amor es auténtico, cuando es reflejo límpido del único Amor origen de todo amor, «fuerte como la muerte» (Ct 8, 6), que no puede ser apagado por las aguas ni anegado por los ríos (cf. Ct 8, 7), como la luminaria menor es reflejo del brillo del Astro Rey, entonces el amor duele. El amante queda marcado con una herida que se carga de sentido hasta volverse dulce, y ello sin dejar de producir un gran dolor. A Jacob el amor a Dios le dejó herido en el muslo (cf. Gn 32, 26), y a Pablo le dejó casi ciego (cf. Hch 9, 8). Nuestro Señor Jesucristo murió de amor tras haber sido destrozado en su cuerpo por azotes y clavos, y en su alma por nuestros crímenes. Y todo ello era amor de verdad, del limpio, del que lleva el sello de Dios. El mismo apóstol se gloriaba, como de un galardón, de llevar en su cuerpo las marcas de Cristo crucificado (cf. Ga 6, 17). Ésa es la llama que no pudo ser apagada por las tinieblas del pecado, y que ahora llevan en sus lámparas, surcando las tinieblas de una noche interior a punto de romperse, estas santas mujeres.