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3 diciembre 2024

Comentario al Salmo II

Salmo II. Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
¿POR QUE SE AMOTINAN LAS GENTES Y TRAZAN LAS NACIONES PLANES VANOS?

El desorden
El desorden aparecerá cuando la disposición interior varíe, cuando aceptemos un cambio y no nos importe servir causas que no procedan de Dios, que vengan impuestas por los mismos hombres y que en el fondo satisfagan nuestro yo.
Se produce cuando se trastocan los valores, y el espíritu va a la zaga y el yo ocupa su lugar. Esa avanzadilla del yo no suele ser brusca, porque, de ese modo, en seguida lo advertiríamos, es un ascenso lento, pero que se afianza en cada escalón con seguridad. Nos damos razones de cansancio, nos parece imposible que en circunstancias de debilidad física o moral Dios pueda exigirnos más; o razones de ejemplo, cuando vemos fallar a los demás. Nos disculpamos, porque aquel que ha sido vencido ha podido ser nuestro maestro. O razones de ambiente, porque, en momentos difíciles, si no transigimos, nos parece que estamos fuera de juego.
Razones que se van insinuando en el alma y que nos empujan a obrar. La primera caída nos inquieta y puede ser que durante algún tiempo sintamos un remordimiento que no nos deja vivir tranquilos. La conciencia no duerme, está alerta y avisa de que, en nuestro interior, algo marcha mal.
La sustitución de Dios por nosotros y nuestras cosas decíamos que no se realiza ostentosamente. Vamos cediendo en cosas muy pequeñas que paulatinamente minan la virtud de la caridad. Las personas, en las que antes descubríamos el destello de Dios, no nos dicen nada. Advertimos sus defectos, sin detenernos en la virtud que, en otra ocasión, fue objeto de admiración y de disculpa. Empezamos a no comprenderlas y rechazamos una amistad, porque no estamos dispuestos a darles algo nuestro. Al cerrarnos a los demás, edificamos una vida interior llena de pensamientos y deseos egoístas. Nos marcamos metas sin importarnos que los que nos rodean puedan necesitar algo de nosotros.
El corazón se enfría, y lo notamos porque no sentimos ese calor que nos producía el contacto con Dios y la preocupación por los demás. Estamos en disposición de perder —si no reaccionamos en seguida— la alegría y la ilusión por las cosas: no se puede vivir sin el auténtico amor.
Relegar a un lugar secundario la caridad tiene sus consecuencias, ya que el amor a Dios y al prójimo es el primero y principal de los mandatos que Cristo nos ha dejado en herencia. La ligereza al practicar esta virtud desordena nuestro interior y nuestros afectos pierden profundidad.
El desorden hace presa en nosotros, es más fácil la caída. Comienzan, entonces, a tener cierto brillo atractivo esas cosas que nos alejan de Dios.
Aunque en el interior algo grite y clame por sus derechos, el ruido que producimos nosotros mismos ahoga la voz de la conciencia. Comienza esa conversación en la que somos los únicos interlocutores; es un monólogo que no admite a nadie más. Con una gran algarabía hemos ahogado a la conciencia, se han difuminado las peticiones y los deseos de Dios.
Y ya en la pendiente, es más fácil rodar.
Es indudable que los valores del espíritu son los que primero desechamos de nuestra vida. ¿ Para qué quiero la fe ? Y el escepticismo nos invade. Las creencias que manteníamos desde la niñez, ahora carecen de valor.
Esperar: ¿en qué? Nos asemejamos a esos caminantes que van por la vida tristes, con paso cansino, porque no saben a dónde van.
Es fácil detectar este estado de ánimo, porque tiene un reflejo en el exterior muy claro. Pasamos de ser personas seguras y alegres —que se mantienen en la lucha diaria a pesar de las contrariedades— a convertirnos en seres inseguros que se detienen ante el primer obstáculo sin desear vencerlo, porque nos faltan las fuerzas.

Otro motivo de desorden interior puede tener su origen en que durante un tiempo nos empeñamos en apoyarnos exclusivamente en nuestras propias fuerzas. El fin que tenemos que alcanzar, nuestra salvación, es sobrenatural. Consiste en que con la lucha y la gracia de Dios nosotros vayamos desapareciendo para que El llene nuestra vida: de este modo el encuentro con El en la otra es más fácil y seguro. La salvación es obra de toda una vida de correspondencia, con sus altos y bajos, a los cuidados y peticiones de Dios.
Por ello, los medios que tenemos que utilizar para conseguirla tienen que ser también sobrenaturales. La gracia de Dios que vamos a recibir a través de los Sacramentos y de una vida ansiosa de El nos conducirá a ese fin.
Sin embargo, sólo el esfuerzo humano, la presión que podemos ejercer sobre nosotros mismos para perfeccionarnos, puede desviar el orden jerárquico. Nos conducirá a una autoperfección en la que se pueden llegar a mezclar el amor propio y el desamor a Dios, porque confiamos más en lo que nosotros podemos hacer. La soberbia, en cualquiera de sus formas, disfrazada incluso de afán perfectivo, puede destruir una obra que nosotros deseamos sea santa. Por eso es tan importante la virtud de la humildad que reconoce la limitación de la propia fuerza y pone su confianza en Dios.
Ese afán de perfeccionarnos, si lo admitimos, toma proporciones alarmantes y nos desvía del camino principal. Centra su atención en la persona y en lo que somos capaces de conseguir y abandona inconscientemente a Dios.
Esta idea nos descubre el porqué de esa irritación que a veces sentimos cuando alguien corrige nuestra actuación y nos hace ver que estamos equivocados. Nos cuesta tanto aceptarlo porque nos hemos excedido en la seguridad de nuestro propio criterio, y, sin embargo, si la seguridad está colocada en Dios, no nos sorprende tener que variar el rumbo porque encontramos lógica la equivocación que, por supuesto, aceptamos que ha partido de nosotros.
De aquí la importancia de seguir ese orden jerárquico establecido. Si lo trastocamos comienza la desorganización y el desconcierto que, sin duda, no sólo en la vida interior, sino en general, en la vida de los hombres, conduce al caos.