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29 diciembre 2024

La Resurrección

UN ÁNGEL SERENO Y DOS MUJERES INQUIETAS (2 DE 2)
El Ángel se dirigió a las mujeres y les dijo: «Vosotras no temáis, pues sé que buscáis a Jesús, el crucificado; no está aquí, ha resucitado, como lo había dicho. Venid, ved el lugar donde estaba. Y ahora id enseguida a decir sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis’. Ya os lo he dicho» (Mt 28, 5-7).

«Id enseguida...» Es el comienzo de las prisas; porque la mañana del domingo de resurrección será toda ella una mañana de prisas, de un atropellamiento nervioso y lleno de júbilo, similar a la premura con que María fue, también «aprisa», a visitar a su prima para comunicarle el gozo del advenimiento del Mesías (cf. Le 1, 39). Hay, en la Sagrada Escritura, toda una «espiritualidad de la premura». Nada que tenga que ver, desde luego, con el agobio y el atolondramiento a que estamos acostumbrados actualmente. La absurda velocidad a la que vivimos hoy en día se me parece más al desastre de Babel: el hombre quiere hacerlo todo, y además en el menor tiempo posible, porque en el fondo desea el puesto de Dios. Visto desde la eternidad, su situación es ridícula, y quizá este hombre arrogante capaz de cambiar de ordenador para ganar unos segundos en el proceso de arranque esté despertando en el cielo la carcajada más sonora de los ángeles: cuando en su soberbia quiere imitar la eternidad haciéndolo todo a la vez, tropieza permanentemente con las trabas de su ser creatural, que es limitado por naturaleza, y que, saturado, se resiente y le bloquea en lo que hemos dado en llamar «estrés», y que más bien deberíamos catalogar en la familia de enfermedades provocadas por la estupidez congénita. Ciertamente, sería digno de risa si no fuera porque, debido a este lastre de estulticia con el que el ser humano viene al mundo en el Occidente del siglo xx, el hombre se ha privado del gozo que reside en la inmensa suerte de ser criatura. Cuando se es criatura, y criatura pequeña, hay que saber jugar con el Creador, dejarle a El llevar el mando y disfrutar sabiendo que todo está en sus manos. De nuevo topamos con el conflicto de los títulos de crédito: Si soy el protagonista de mi vida, tengo que lucirme... Pero cometeré un error de bulto si pienso que mi público se reduce a los hombres, ciegos como yo, incapaces de valorar lo que no ven, y ante quienes puedo ocultar durante un cierto tiempo mis puntos débiles. El público, afortunadamente, es mucho más amplio. La carta a los Hebreos, como si fuera la mirada de un actor distraído hacia el aforo, nos recuerda que tenemos, en derredor nuestro, una gran «nube de testigos» (Hb 12, 1). Cuando el hombre quiere ser protagonista, Dios se convierte en Espectador, se arrellana en su butaca, y junto con los ángeles, contempla la comedia. Y ese magnífico público, a quien nada se le oculta, observa estupefacto el sainete protagonizado por un tonto en paños menores, con todas sus vergüenzas al aire, fingiendo ante los demás y ante sí mismo ser rey. Y le ven caer, tropezarse y decir que se ha tirado voluntariamente, intentar en vano a toda prisa controlar al resto de los personajes, y al final derrumbarse extenuado. ¿No reconocerá entonces que no es Dios, que no sabe hacer de Dios, y, mirando al patio de butacas, buscará en el palco celestial al verdadero Protagonista de la Historia? Entonces quizá descubra que, haciendo de criatura, la vida se puede vivir en paz, porque el desenlace del drama, que ya no reposa en nuestras manos, está asegurado por un Amor omnipotente.
Hay en la Revelación una prisa santa, alegre, nerviosa y muy propia de criaturas fascinadas por su Creador, cautivadas de una alegría que ha puesto en marcha todos los resortes internos de su persona. El pasaje siguiente nos narra la reacción de Abraham cuando, en el encinar de Mambré, recibió la visita de Dios:
Abraham se dirigió presuroso a la tienda, a donde Sara, y le dijo: «Apresta tres arrobas de harina de sémola, amasa y haz unas tortas». Abraham, por su parte, acudió a la vacada y apartó un becerro tierno y hermoso, y se lo entregó al mozo, el cual se apresuró a aderezarlo (Gn 18, 6-7).
Se apresura Abraham, se apresura su criado y toda la escena se llena de un maravilloso azoramiento humano ante la bondad divina. Es el Amor de Dios el que dispara gozosamente al hombre, fascinado por el camino que se abre ante su vista. Cuando el enviado de Abraham para buscar una mujer digna de su hijo pide de beber a Raquel, ésta, como si hubiera presentido la aventura de Amor divino que se iniciaba, «apresuradamente vació su cántaro en el abrevadero y corriendo otra vez al pozo sacó agua para todos los camellos» {Gn 24, 20). Y el que un joven débil como David se diera prisa para ir, en temible batalla, al encuentro del sanguinario filisteo (cf. 1 S 17, 48), sólo se explica si de alguna manera presintiera que era Dios quien ya le concedía la victoria, y acudiera al combate lleno de alegría.
La expresión de San Lucas según la cual, tras el anuncio del ángel, «María se levantó y fue aprisa a la montaña» (Le 1, 39), a casa de su prima Isabel, les habla a muchos de la prontitud en el ejercicio de la caridad; para otros el pasaje de la Visitación, en el que el Bautista anuncia en el seno de su madre al Salvador, constituye un alegato contra el crimen del aborto. Nos encanta moralizar, y eso no es necesariamente malo en un mundo con tan pocas y tan confusas referencias morales. Pero corremos el enorme riesgo de asimilar el Nuevo Testamento a las fábulas de Esopo, bajo cada una de las cuales, y en dos líneas, se insertaba una enseñanza práctica para la vida de los lectores. Semejante mutilación me asusta, porque nos privaría de una visión contemplativa y desinteresada de las páginas de la Escritura. Me refiero a una contemplación de las escenas evangélicas centrada en el mero dato histórico que intentan transmitirnos, y ante la hondura del cual el hombre puede permanecer estupefacto durante horas, durante días e incluso durante años. Conozco a una mujer que se ha sentido sobrecogida durante meses leyendo las bienaventuranzas, pero aún no ha sabido expresarme una enseñanza práctica extraída de esa lectura. Simplemente, ha caído rendida ante la hermosura y la riqueza de las palabras del divino Maestro. Y a mí esto me parece formidable, porque creo que tiene mucho que ver con el amor a Jesucristo y con un embelesamiento cuya fuente nace en el mismo Espíritu de Dios.
¿Por qué no considerar que, tras el anuncio del ángel, en el pecho de la Santísima Virgen ardía una llama de alegría que pedía a gritos expandirse, y que la única persona que podía compartir aquel secreto divino se hallaba muy lejos de ella? El apresuramiento de María, entonces, se nos manifiesta bajo una luz nueva: le ardía el corazón, y cuanto antes tenía que comunicar, a quien probablemente ya estaba en el secreto, el gozo de su alma. Quizá durante aquel largo viaje, como quien emprende una acción atropelladamente, se preguntó la Virgen muchas veces si realmente Isabel, como en un principio ella pensó, era partícipe de aquel complot divino de la Redención. Y al escuchar sus palabras: «Bendito el fruto de tu vientre» (Le 1, 42), «la madre de mi Señor» (Le 1, 43)... las compuertas de su alma cedieron por completo y toda su alegría contenida se desbordó en el Magnificat. ¿Por qué no abordar el texto desde esta perspectiva, de mera contemplación, bajo la cual esas maravillosas prisas están llenas de la luz de un gozo divino que ya empapa toda la escena?
Visto así, resulta que la acción salvífica de Dios genera en el ser humano una santa premura, que no es sino la fuerza expansiva de la acción divina en las almas, vista ahora como un incendio devorador. Abrasado en él, San Pablo no dudó en afirmar: «El amor de Cristo nos urge» (2 Co 5, 14). Y, leyendo las actas de los mártires, uno recibe la impresión de que, también ellos murieron con prisa, viendo a Quien les llamaba desde la otra orilla como lo vio Pedro junto al Mar de Galilea, cuando se arrojó a nado a su encuentro (¡Qué preciosa forma de predecir lo que sería su muerte!) ¿No era presa de esa misma impaciencia el Señor, cuando exclamó: «Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!» {Le 12, 50)?
Ésa es la llama que, sin saberlo y todavía a oscuras, portarán por Jerusalén las santas mujeres. La premura que les pide el ángel es la urgencia con que Dios quiere despertar al hombre del sueño del pecado, e introducirle de lleno en el nuevo día de la gracia. Y la primera antorcha, inflamada en la tea del Santo Sepulcro, acaba de partir. Años más tarde, y en nombre de esa antorcha, como si el toque de Diana no se hubiera apagado todavía (y aún hoy resuena), la cristiandad escuchará las palabras de San Pablo:
« Ya es hora de despertamos del sueño; que la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada. El día se avecina. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz» (Rm 13, 11).