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Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992
Devoción de Mons. Escrivá de Balaguer a la Virgen (2 de 2)
Iba —y llegaba— derecho al alma, con desenvoltura y con una finura espiritual que cautivaba desde el primer momento. Su contagiosa simpatía era un gran don de Dios, que removía y animaba a recorrer con alegría el camino de la Cruz. Poseía una singular capacidad para persuadir —a personas a las que quizá jamás se les había pasado por la cabeza embarcarse en una aventura donde Cristo lo exigía todo— a vivir a fondo, sin medias tintas, la vocación cristiana. Mostraba en toda su entereza, sin tapujos, las consecuencias de ser de Cristo. Quizá esto explique la enorme atracción que ha ejercido y ejerce su espíritu entre las personas sinceras, que no se contentan con un cristianismo pasado por agua.
Indudablemente, todo este modo de ser y de obrar era el fruto y la manifestación de una profunda vida interior. Mons. Escrivá no tenía miedo a urgir a los hombres a estar metidos de lleno en el ciclón de los quehaceres temporales, porque enseñaba —con mayor urgencia y como prioridad esencial— a vivir metidos en Dios y a comprender como llamada de Dios el lugar de cada uno en el mundo. Por esto le gustaba repetir que la vocación al Opus Dei es la de contemplativos en medio del mundo. Yo diría que ha gastado su existencia en enseñar a hacer oración, y a convertir en oración todo el trabajo humano. Su vida estaba enraizada en la continuidad de un filial coloquio con Dios. De aquí provenía toda su fuerza, que ha abierto tantos caminos divinos en esta tierra.
La conciencia de la inhabitación trinitaria en el alma adquiría en Mons. Escrivá de Balaguer tales dimensiones que podía decir que la veía: tan cierto estaba de la presencia y del amor divinos en cada uno de los hombres, que todo lo que le acaecía le hablaba de Dios, le empujaba a un diálogo amoroso y confiado con El. Vivía esta certeza con naturalidad y sencillez, sin rarezas de ningún género, sin envaramiento o posturas sofisticadas, con espontaneidad, con buen humor interno y externo, pronto para el comentario adecuado y agudo, para la frase que ayudaba a sonreír y a sentirse hijo de Dios.
Se advertía, estuviera en lo que estuviera —en la conversación o en el trabajo, paseando o atendiendo a una visita, estudiando un asunto o leyendo un periódico—, que su alma permanecía abierta a Dios, sedienta de su trato».
Abierto a Dios, saber que la Santísima Trinidad se albergaba en su interior, alegría contagiosa, ver a las almas amadas por su Padre Dios, adentrarse en los corazones humanos con simpatía y finura espiritual para provocar una conversión... ¿No son acaso estas características las de un hijo que se parece a su Madre la Virgen? Qué fácil era, al verle actuar, descubrir el tono de Santa María que sabe pasar oculta y desaparecer, y a la vez se desvive por las almas, movida por su inmenso querer a Dios.
Esta semejanza es lógica en quien tuvo un amor permanente a la Virgen, y a lo largo de su vida cumplió el consejo que dio en su juventud: ¡Madre! —Llámala fuerte, fuerte. —Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regado, la ternura de sus caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha.
A continuación, unos breves trazos abocetan el inmenso querer del Beato Josemaría a su Madre Santísima.