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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
UN ÁNGEL SERENO Y DOS MUJERES INQUIETAS (1 DE 2)
El Ángel se dirigió a las mujeres y les dijo: «Vosotras no temáis, pues sé que buscáis a Jesús, el crucificado; no está aquí, ha resucitado, como lo había dicho. Venid, ved el lugar donde estaba. Y ahora id enseguida a decir sus discípulos: ‘Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis’. Ya os lo he dicho» (Mt 28, 5-7).
Jacob salió de Beerseba y tomó el camino de Harán. Llegó a cierto lugar y allí se quedó a pasar la noche, porque el sol ya se había puesto. Tomó como almohada una de las piedras que había en el lugar, y se acostó a dormir. Allí tuvo un sueño, en el que veía una escalera que estaba apoyada en la tierra y llegaba hasta el cielo, y por la cual los ángeles de Dios subían y bajaban (Gn 28, 10-12).
Todos los años, llegadas las fiestas de Resurrección, los cristianos deberíamos meditar detenidamente el texto del pregón pascual. Hay en cada una de sus palabras todo un tesoro de gozo sereno y a la vez desbordante. Al igual que los relatos evangélicos, comienza con un orden jubiloso y sosegado, para, al poco tiempo, alcanzado el clímax en la repetición de los versos «ésta es la noche...», desbordar todos los cauces de la lógica puramente discursiva e introducirse de lleno en la sublime lógica de la mística. Se disparan entonces las imágenes de la Historia de la salvación y se entremezclan con las realidades nuevas de la gracia sin orden ni concierto aparente; se habla del Mar Rojo, del Cordero Pascual, de Adán, del perdón de los pecados y de la santidad. Se alcanza el delirio en el atrevimiento del «Necesario fue el pecado de Adán...», y se roza la locura, ya completamente fuera de madre el torrente de imágenes, en el maravillosamente disparatado «feliz la culpa...», cuya inmensa riqueza de contenido es sólo asequible al alma enamorada. Aparece luego, transfigurado, el salmo 138 («será la noche clara como el día», v. 12), y el discurrir del pregón parece volver al cauce tranquilo de la ofrenda del cirio. Pero, bruscamente, un nuevo torrente de gozo desbordante irrumpe en el curso de las palabras de ofrenda, y reaparece la obsesión jubilosa de la perícopa «ésta es la noche», para introducir, en este caso, el recuerdo del sueño de Jacob:
«Ésta es la noche en que se une el cielo con la tierra / lo humano y lo divino».
Es todo un midrash, una manifestación del significado último y más profundo de aquel sueño tenido ya en la noche de los tiempos. Jacob soñó con la mañana del domingo, y ahora nos es revelado a nosotros lo que él mismo no pudo saber en plenitud.
«Dichosos vuestros ojos porque ven, y vuestros oídos porque oyen. Porque os digo que muchos profetas y justos quisieron ver lo que veis vosotros, pero no lo vieron; y oír lo que oís, pero no lo oyeron» (Mt 13, 16).
Ante la visión de los ángeles subiendo y bajando entre Cielo y Tierra, Jacob estuvo cierto de haber estado ante las puertas del Cielo. Por ello exclamó asustado: «¡Qué temible es este lugar! ¡Esto no es otra cosa sino la casa de Dios y la puerta del cielo!» (Gn 28, 17). Ahora nosotros sabemos que, aquella mañana del domingo santo, la puerta del cielo acababa de saltar hecha pedazos, al ingresar corporalmente en la eternidad, tras pasar por la muerte, Jesús de Nazaret, y por esa puerta los ángeles caían con la misma naturalidad con que caen las gotas de agua en un amanecer lluvioso.
Las apariciones de ángeles en el Antiguo Testamento son numerosísimas. Pero en todas ellas se trata de una irrupción más o menos violenta de lo divino en el mundo de los hombres. En gran parte de las ocasiones se hacen presentes a través del sueño, como en el caso de Jacob, o bien se ocultan bajo una apariencia humana normal, como hizo el arcángel Rafael ante Tobías. Éstas son formas de atenuar el impacto ocasionado por la presencia del mundo celestial en el universo humano. Pero cuando el ángel aparece en gloria, su entrada en escena lleva siempre aparejada la convulsión o turbación del hombre: cuando Balaam descubrió ante sí al ser angélico, «se inclinó hasta tocar el suelo con la frente» (Nm 22, 31), y cuando David vio al ángel del Señor espada en mano, el primer libro de las Crónicas nos dice que «estaba aterrado» (1 Cro 21, 30). De esta turbación no estuvo exenta ni tan siquiera la Santísima Virgen, ante la visita del arcángel Gabriel (cf. Lc 1, 29).
Sin embargo, en la mañana de Resurrección, los ángeles aparecen por el sepulcro de José de Arimatea con la misma sencillez con la que recorren en Cielo. Excepción hecha del espanto de los centinelas, ajenos a la vivencia del drama de la redención, nos sorprenderá la naturalidad con que se entabla el diálogo entre cristianos y ángeles. Cuando las mujeres llegan, el ángel ya está allí. No irrumpe violentamente en su presencia, sino que más bien parece que son ellas las que hacen su entrada en un escenario celestial. Repito que se trata de la puerta del Cielo, descerrajada y abierta para siempre. Y, unas horas más tarde, veremos cómo María Magdalena apenas presta atención al ángel, tratándole como a cualquier persona cuya presencia no interese particularmente. Todo es distinto esta mañana; todo es nuevo. Y, sin embargo, a esas horas, ni los mismos protagonistas son conscientes de ello. Tendrán que abrirse muchas ventanas para que la luz del nuevo Día vaya llenando las almas.
No quisiera abandonar la imagen del hombre que despierta al nuevo día. Con la ayuda de Dios, quisiera tomarla como columna vertebral de toda esta meditación, y a través de ella ir despertando yo también y anunciando a quien lea estas líneas lo avanzado de la hora. Es desde aquí, desde la perspectiva otorgada por esta imagen, desde donde el anuncio del ser angélico se me antoja tan sólo un preludio. Hace llegar a las mujeres la buena noticia, les comunica que el sol ha roto el horizonte y ha vencido a las tinieblas, pero todo ello es recibido desde el sueño más profundo. No es fácil despertar cuando se ha dormido durante tantos siglos, cuando el ser humano se ha sumido en una noche tan espesa y ha sido envuelto en las tinieblas hasta lo más profundo de su ser. Démonos cuenta de que el ángel no abre ninguna ventana; no muestra la luz, tan sólo la anuncia. Invita a las mujeres a mirar el sepulcro vacío, pero desde su sueño ese signo es aún opaco como unas cortinas echadas, y la interpretación es sumamente ambigua: según la lógica de las tinieblas, el cuerpo del Señor ha sido robado, o, a lo sumo, Pedro y los demás se lo han llevado para amortajarlo debidamente. El anuncio está hecho, pero el despertar al nuevo día será costoso: sobre todo, alguien tendrá que abrir esas ventanas cerradas a cal y canto durante toda la noche; y ese alguien no puede ser más que una persona.
Sin embargo, aquellas santas mujeres que se habían dirigido de noche al sepulcro de José de Arimatea para amortajar un cadáver, iluminadas tan sólo con la lámpara de su amor a Cristo, reciben ahora una llama sagrada, y a la vez el mandato divino de propagar un incendio: es el comienzo de una explosión que hará estallar en pedazos la tristeza que pesaba sobre la tierra entera.