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19 diciembre 2024

La Eucaristía

Carta pastoral con motivo del Año de la Eucaristía.
Mons. Javier Echevarría, Roma, 6 de octubre de 2004

Adoro te devote, latens deitas, quæ sub his figuris vere latitas
Actos de adoración
Ante este misterio de fe y de amor, caemos en adoración; actitud necesaria, porque sólo así manifestamos adecuadamente que creemos que la Eucaristía es
Cristo verdadera, real y sustancialmente presente con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
También resulta precisa esta disposición porque sólo así nuestro amor —rendido y total— puede alcanzar el nivel de respuesta adecuada al inmenso amor de Jesús por cada uno (cfr. Jn 13, 1; Lc 22, 15).
Nuestra adoración a Cristo sacramentado, por ser Dios, entraña a la vez gesto externo y devoción interna, enamoramiento. No es ritualismo convencional, sino oblación íntima de la persona que se traduce externamente.
«En la Santa Misa adoramos, cumpliendo amorosamente el primer deber de la criatura para su Creador: «adorarás al Señor, Dios tuyo, y a Él sólo servirás» (Dt 6, 13; Mt 4, 10). No adoración fría, exterior, de siervo, sino íntima estimación y acatamiento, que es amor entrañable de hijo».
Los gestos de adoración —como la inclinación de cabeza o de cuerpo, la genuflexión, la postración— quieren siempre expresar reverencia y afecto, sumisión, anonadamiento, deseo de unión, de servicio y, desde luego, ningún servilismo.
La verdadera adoración no significa alejamiento, distancia, sino identificación amorosa, porque «un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza».
¡Qué categoría concedía San Josemaría a esos modales de piedad, por pequeños que pudieran parecer! Esos detalles están llenos de sentido, revelan la finura interior de la persona y la calidad de su fe y de su amor.
«¡Qué prisa tienen todos ahora para tratar a Dios! (...). Tú no tengas prisa. No hagas, en lugar de una genuflexión piadosa, una contorsión del cuerpo, que es una burla (...). Haz la genuflexión así, despacio, con piedad, bien hecha. Y mientras adoras a Jesús sacramentado, dile en tu corazón: Adoro te devote, latens deitas. Te adoro, mi Dios escondido».
Y más importancia aún reconocía a esa actitud interior de amor, que debe empapar todas las manifestaciones externas de la devoción eucarística. La adoración a Jesús sacramentado va de la contemplación de su amor por nosotros, a la declaración rendida del amor de la criatura por Él; pero no se queda sólo en cuestión de palabras, que también resultan necesarias, sino que se manifiesta sobre todo en hechos externos e internos de entregamiento:
«que sepamos cada uno decir al Señor, sin ruido de palabras, que nada podrá separarnos de Él, que su disponibilidad —inerme— de quedarse en las apariencias ¡tan frágiles! del pan y del vino, nos ha convertido en esclavos voluntarios».
Haciendo eco a San Juan Damasceno, Santo Tomás de Aquino explica que, en la verdadera adoración, la humillación exterior del cuerpo manifiesta y excita la devoción interior del alma, el ansia de someterse a Dios y servirle.
No hemos de tener reparo —¡al contrario!— en repetir al Señor que le amamos y le adoramos, pero hemos de avalorar esas palabras con nuestras obras de sujeción y de obediencia a su querer.
«Dios Nuestro Señor necesita que le repitáis, al recibirlo cada mañana:
¡Señor, creo que eres Tú, creo que estás realmente oculto en las especies sacramentales! ¡Te adoro, te amo!
Y, cuando le hagáis una visita en el oratorio, repetídselo nuevamente:
¡Señor, creo que estás realmente presente! ¡te adoro, te amo!
Eso es tener cariño al Señor. Así le querremos más cada día. Luego, continuad amándolo durante la jornada, pensando y viviendo esta consideración: voy a acabar bien las cosas por amor a Jesucristo que nos preside desde el tabernáculo».