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Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000
El SALUDO DE LA TIERRA
De pronto se produjo un gran terremoto, pues el Ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, hizo rodar la piedra y se sentó encima de ella. Su aspecto era como el relámpago, y su vestido blanco como la nieve. Los guardias, atemorizados ante él, se pusieron a temblar y se quedaron como muertos (Mt 28, 2-4).
La tierra teme sobrecogida cuando Dios se pone en pie para juzgar, para salvar a los humildes de la tierra (Sal 75, 9-10).
Los relatos evangélicos de la resurrección de Cristo están, en líneas generales, caracterizados por un inmenso desorden. Si se leen con detenimiento, fácilmente se descubren constantes saltos en el orden cronológico, cambios repentinos de escenario, divergencias en cuanto al lugar y a las personas presentes... Es una confusión fascinante, porque este mismo desorden es la huella viva e indeleble de la sacudida del acontecimiento entre quienes lo vivieron de cerca. Aun cuando han pasado años desde que todo aquello sucedió, el autor sagrado escribe con el nerviosismo y el alborozo propios del testigo inmediato, que se halla aún sometido a la trepidación de una experiencia que ha convulsionado su vida por completo y ha hecho saltar por los aires toda su visión de la realidad. Se mezclan testimonios de unos y otros con lo vivido en ocasiones de primera mano; se narran atropelladamente algunos sucesos, como queriendo pasar con rapidez a otro escenario y detenerse allí, se omiten datos o se dan como de pasada otros inéditos... Es como si acabara de suceder. Todavía no se ha calmado el impacto de la primera impresión, y aquella mañana de luz permanece en las mentes de los testigos como un escalofrío de experiencias del que aún no se han recuperado. Este maravilloso desorden, que desconcertaría a historiadores y a jueces, es uno de los testimonios más fehacientes de la resurrección de Cristo.
Muy probablemente, este terremoto del que sólo tenemos noticia por San Mateo tuvo lugar bastante antes de que las mujeres llegaran al sepulcro, puesto que, cuando ellas llegan, los guardias han desaparecido del escenario y la piedra está ya removida. También es claro que se produjo después de la resurrección del Señor; al desplazar la piedra, el ángel muestra a los centinelas el sepulcro vacío. En algún momento antes del amanecer, la tierra tembló al ser recorrida, tras largos siglos de espera, por la caricia de un ser angélico.
Hablar hoy día de terremotos supone necesariamente hablar de catástrofes. Los efectos devastadores de los temblores de tierra sobre nuestras ciudades hacen de ellos una de las noticias preferidas para la cabecera de nuestros telediarios. En una civilización en que el protagonismo de la historia ha sido asumido por el hombre, un terremoto es un atentado terrorista, y, para muchos, Dios es el autor.
Para otros supone una llamada a la humildad que pocas veces pasa de retórica. Y, en todo caso, terremoto significa, fundamentalmente, muerte, y muerte horrorosa. No quisiera parecer cruel, pero repito que es cuestión de protagonismo. Si la muerte se ha convertido en un acontecimiento informativo de primer orden es simplemente porque se trata de la aniquilación del héroe de nuestra película. Esta estrella principal vive en la tierra, actúa en la tierra, cree poder dominarla y enseñorearse de ella, y tiene la tierra como único campo de juego la mayor parte de las veces. Por eso, la muerte significa, junto con la salida radical del escenario, una humillación brutal, muy difícilmente asumióle sin rebeldía.
En la Sagrada Escritura, el protagonista de la historia es Dios. Esto cambia las cosas de modo considerable, porque la estrella principal tiene su sede en el Cielo, y de este modo el estrecho escenario de la tierra resulta ampliado hasta dar a los actores una libertad de juego que les permite entrar en diálogo con la misma eternidad. Todos los acontecimientos que afectan al hombre son contemplados desde la óptica del Protagonista, y así la historia humana es, fundamentalmente, Historia de salvación, un diálogo entre un Dios que llama desde el Cielo y un ser humano que es invitado a responder a la vocación divina aquí en la Tierra. La muerte no deja de ser una tragedia, introducida en el mundo a causa del pecado, pero no es ni mucho menos un mal absoluto, como tampoco es la vida en la Biblia un bien absoluto. Planteada la historia como diálogo entre el tiempo y la eternidad, Dios tiene las llaves de la vida y de la muerte, puesto que está por encima de ambos acontecimientos temporales. El mal absoluto, en la Sagrada Escritura, es el pecado, porque éste supone la ruptura del diálogo que da consistencia a la historia humana. Del mismo modo, el bien absoluto es la fe, dado que ella es el clima en que dicho entendimiento salvífico tiene lugar. De este modo, encontramos ya en el Antiguo Testamento pasajes en los que la muerte del justo resulta un acontecimiento feliz, como es el caso de los siete hermanos macabeos (cf. 2 M 7, lss.), animados a entregarse a la muerte por su propia madre, con el fin de dar testimonio de su fe, o el asesinato de los niños inocentes a manos de Herodes (cf. Mt 2, 16). Este último hecho, que hoy sería anunciado en las primeras páginas de todos los diarios como la terrible tragedia de cientos de cunas manchadas de sangre por la paranoia de un tirano, es visto, sin embargo, por la tradición cristiana como un acontecimiento sumamente feliz, festejado todos los años; al ser Dios el protagonista de la Historia, los niños inocentes, que son también las víctimas de una horrible masacre, son, sobre todo, el cortejo triunfal del Cordero divino, quien, rompiendo las puertas de la muerte, hace su entrada victoriosa en la eternidad acompañado de unos infantes que han sido bendecidos con el martirio.
Hay muchos terremotos en la Sagrada Escritura. De acuerdo con esta forma divina de leer la historia, este fenómeno sísmico adquiere una significación nueva, sumamente luminosa: es el temblor de una criatura, la Tierra, ante la majestad de su Creador. Y es que, en la Revelación, no sólo el hombre ha recibido una vocación divina y está llamado a la salvación: es la Creación entera la que, de alguna forma, resulta invitada al diálogo con Dios. Y por eso la Tierra es capaz de temblar ante el poder de Dios, del mismo modo en que temblaban las puertas del Templo cuando Yahweh se manifestaba a Isaías (cf. Is 6, 4), o como tembló la Santísima Virgen cuando, aún adolescente, recibió al mensajero divino (cf. Le 1, 29):
Tiemblan los montes ante Él y las colinas se estremecen; en su presencia se levanta la Tierra, el orbe y todos los que en él habitan (Na 1, 5).
La Tierra ha sido especialmente sensible a la caricia del Redentor. Cuando nuestro Señor Jesucristo murió, según nos cuenta el mismo San Mateo, tembló la tierra y las rocas se estremecieron (Mt 27, 51). El corazón de los hombres no fue capaz de reblandecerse ante la Pasión de Cristo, pero la tierra misma se sobrecogió de espanto. Ahora, al surgir de sus entrañas, resucitado, el mismo Jesús de Nazaret, el orbe se estremece de alegría.
Da la impresión, en ocasiones, de que los seres irracionales tienen un conocimiento más rápido y más profundo de las realidades concernientes a la salvación que el propio hombre. Aun sometida a la maldición a causa del pecado de Adán, la tierra y el mundo animal parecen haber guardado siempre una cierta complicidad con Yahweh Dios: el Mar Rojo se abre obediente para que el pueblo elegido pueda liberarse de la esclavitud de los egipcios (cf. Ex 14, 21); el Sol se detiene en Gabaón para que Josué pueda luchar (cf. Jos 10, 12-13)... Ante el pecado del hombre, resulta aleccionadora e incita al sonrojo la obediencia de la Tierra a un Dios al que había perdido sin culpa suya. Al profetizar la llegada del Mesías, el mismo Dios pone a los seres irracionales como ejemplo para el propio hombre, en una imagen que debería conmover hasta las lágrimas:
Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo. Israel no conoce, mi pueblo no discierne (Is 1,3).
Las citas bíblicas podrían multiplicarse. Tanto la ausencia como la presencia de Dios es sufrida y gozada por la Naturaleza, antes aún que por el hombre. Y contemplando esta realidad, sorprende gratamente que, en la noche santa, el canto del pregón pascual rinda a la Tierra un homenaje que le era debido: tras narrar la alegría rebosante de los ángeles por la resurrección de Cristo (ellos, sin duda, junto con la Santísima Virgen, fueron los primeros en conocer la noticia), y antes del «alégrese también nuestra madre la Iglesia», referida al gozo del hombre salvado, introduce los versos siguientes:
«Goce también la tierra inundada de tanta claridad, y que, radiante con el fulgor del Rey eterno, se sienta libre de la tiniebla que cubría al orbe entero» (del pregón pascual).
Sí; la tierra gozó antes que el hombre, porque también ahora se adelantó. El sol gritó la noticia, como ya vimos, antes de que resonara el grito de la Magdalena; y un terremoto espeluznante fue el gozoso estremecimiento de las piedras ante el surgir poderoso de un Señor que «despertó como un durmiente / como un bravo vencido por el vino» (Sal 77, 65). La imagen es maravillosa: la copa que su Padre le había dado a beber (cf. Jn 18, 11) había sumido a Cristo en la embriaguez provocada por el vino de la muerte. Tras dos jomadas de sueño, al tercer día, el gran héroe de Israel despierta poderoso, y la tierra que le había servido de lecho retiembla sobrecogida sintiendo incorporarse a su Príncipe. Mientras tanto, los cristianos dormían.
No así los centinelas. Ellos velaban, siervos ciegos del insomnio de un hombre que temía el surgir de su Dios como una amenaza. Y en ellos se cumplieron también las palabras del salmo:
Se levanta Dios, y se dispersan sus enemigos, Huyen de su presencia los que lo odian (Sal 67, 1).
Con la misma facilidad con que desaparecen las tinieblas ante la luz del nuevo día, desaparecieron del escenario del Calvario los hijos de la oscuridad. Pero el Gólgota quedó entonces vacío de hombres; las primicias de la fiesta las gozaron los ángeles, las entrañas de la tierra, las aves del Cielo, el sol y los árboles... todo ello en espera del gran invitado, el ser humano, que, en la persona de estas santas mujeres, está a punto ser introducido en la celebración del nuevo y definitivo amanecer, anunciado, como por un toque de diana floreada, por las salvas festivas de un terremoto gozoso.