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14 diciembre 2024

María

Federico Delclaux. Santa María en los escritos del beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Rialp, Madrid, 1992

Introducción (2 de 2)
Al comentar el esfuerzo de los cristianos para alcanzar la santidad en nuestras circunstancias corrientes, dice el Fundador del Opus Dei que así obtendremos una felicidad no pasajera, sino honda, serena, humana y sobrenatural. Una criatura existe que logró en esta tierra esa felicidad, porque es la obra maestra de Dios: Nuestra Madre Santísima, María. Ella vive y nos protege; está junto al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, en cuerpo y alma. Es la misma que nació en Palestina, que se entregó al Señor desde niña, que recibió el anuncio del Arcángel Gabriel, que dio a Nuestro Salvador, que estuvo junto a Él al pie de la Cruz.
Y prosigue con un convencimiento pleno: En Ella adquieren realidad todos los ideales; pero no debemos concluir que su sublimidad y grandeza nos la presentan inaccesible y distante. Es la llena de gracia, la suma de todas las perfecciones: y es Madre. Con su poder delante de Dios, nos alcanzará lo que le pedimos; como Madre quiere concedérnoslo. Y también como Madre entiende y comprende nuestras flaqueras, alienta, excusa, facilita el camino, tiene siempre preparado el remedio, aun cuando parezca que ya nada es posible".
En cierto modo ese texto de Mons. Escrivá de Balaguer es el punto de partida de estas páginas, que consideran cómo nuestra Madre —con la grandeza de sus perfecciones y con la misión que Dios le ha encomendado— se vuelca en cariño, ayuda y comprensión por cada uno de sus hijos, nos conduce a ser fieles a Dios en el vivir cotidiano, coopera al nacimiento y crecimiento de la vida divina en nuestras almas, nos ayuda a santificar el trabajo, convierte el dolor en serena alegría, y nos impulsa a transmitir el gozo de ser hijos de Dios a la humanidad entera. Todo ello, llevándonos a Cristo, porque a Jesús siempre se va y se «vuelve» por María. También se hablará de San José, porque no se puede amar a Jesús y a María sin amar al Santo Patriarca.
Acudo con frecuencia al capítulo octavo de la Constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II, porque contiene una gran riqueza magisterial de teología mariana. Concretamente para estas páginas es básico el pasaje en que trata de la Virgen y la Iglesia, pues proclama un aspecto fundamental de la doctrina mariana, tan frecuente en la predicación del Beato Josemaría sobre la Maternidad espiritual de la Virgen: una Maternidad que no se reduce a una tarea de ayuda, ejemplo, consuelo, cuidado, etc. No; Santa María es Madre espiritual nuestra, y una madre engendra a su hijo, que nace de ella, y después le prodiga sus cuidados. De modo semejante, la Virgen «dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos», esto es, los fieles, «a cuya generación y educación coopera con amor materno».
La Maternidad de María está presente en el núcleo de la santidad a la que están llamados todos los cristianos por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo, la inmensa mayoría de ellos en su quehacer ordinario, con esa unidad de vida, sencilla y fuerte, que ha de poseer la existencia de un hijo de Dios. La función materna de María es capital en la vida cristiana, pues nos une a las tres Personas de la Santísima Trinidad que inhabitan en el alma en gracia, coopera en la santificación de toda nuestra vida, nos fortalece para el apostolado, vivifica mediante las virtudes lo más excelso y lo más pequeño de nuestra existencia. No s ayuda en la tarea accesible, pero que supone esfuerzo, de identificarnos con Cristo; por eso —insistía el Fundador del Opus Dei— la devoción a la Virgen no es algo blando o poco recio: es consuelo y júbilo que llena el alma, precisamente en la medida en que supone un ejercicio hondo y entero de la fe, que nos hace salir de nosotros mismos y colocar nuestra esperanza en el Señor.
Ante el amplio panorama que se abre al considerar la Maternidad espiritual de la Virgen, deseo insistir al lector en que las páginas que siguen sólo pretenden ser como una acuarela sencilla de un mar inmenso. También podría compararse este libro a la labor de un joyero que realiza una obra con piedras preciosas y sabe que en ocasiones es conveniente separarlas, para que no se entrecrucen sus fulgores, y otras veces las reúne en un aderezo porque sus brillos conforman una misma armonía. Sea como sea, el que realiza el trabajo es consciente de que lo que tiene menos valor es el material que las engarza.
Sólo queda por señalar que el primer capítulo traza a grandes rasgos la historia del amor del Beato Josemaría a la Santísima Virgen. Lo he escrito para que sus palabras cobren el vigor de lo vivido y expresado por alguien que nos resulta cercano; y también para mostrar que cuando hablaba sobre la Madre de Dios lo hacía desde lo más hondo y veraz de su alma.
Quizá el mejor modo para obtener fruto de este trabajo sea considerarlo en oración serena ante la mirada de Santa María; una mirada materna y sonriente: ¡Cómo sería la mirada alegre de Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su Madre, que no puede contener su alegría.
—Magníficat anima mea Dominum!— y su alma glorifica al Señor, desde que lo lleva dentro de sí y a su lado.
¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con Él y de tenerlo.

Junto a la Madre del Amor hermoso, en su ermita de Molinoviejo (Segovia). 1992