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10 diciembre 2024

Comentario al Salmo II

Mercedes Eguíbar. Ediciones Rialp. Madrid
¿POR QUE SE AMOTINAN LAS GENTES Y TRAZAN LAS NACIONES PLANES VANOS?

El motín
Hemos comenzado a rodar por la pendiente y, ya sin trabas de ninguna clase, entramos de lleno en el motín. Adoptamos una postura rebelde ante lo que hasta ahora era para nosotros una ley o una norma de vida. Uno de nuestros grandes enemigos toma posiciones y procura adueñarse de nosotros. La soberbia nos induce a ver las cosas de un modo distinto. Podemos llegar a emprender una carrera desenfrenada, porque, al creernos poderosos, tendemos a dominar a los demás y a conseguir el éxito a costa de lo que se nos ponga por delante, aunque el tiempo nos demuestre que el éxito es pasajero. En esta situación, la soberbia nos alejará de cualquier cosa que parezca imposición, sin caer en la cuenta de que es ahora cuando somos esclavos de nosotros mismos. Todo lo que contribuye a que perdamos el control sin dar tiempo a que reflexionemos, antes de realizar cualquier acto, tiende a confundirnos. Surge entonces, y se acepta como algo natural, la protesta y desaprobación ante el orden establecido por Dios.
El motín aparece cuando no hemos sabido vencer la rebeldía, cuando se debilita la lucha en ese punto tan importante que fue la causa del pecado original: ser como dioses. El orgullo ciega los buenos deseos y no deja lugar a la humildad. Entonces, la voluntad se robustece y disminuye el sentido de responsabilidad. Ya no tenemos en cuenta a Dios ni a los demás. La irresponsabilidad de nuestros actos puede ser motivo de escándalo para los que nos rodean, y sin querer nos viene a la memoria aquella frase que dijo el Señor en una ocasión: «más le valiera al tal que le atasen al cuello una rueda de molino y lo arrojasen al mar».
Por falta de vigilancia podemos llegar a crear en los que nos rodean la misma confusión que sentimos nosotros; y esto sí que es grave, porque arrastramos y quizá lleguemos a convencer a los que se encuentran en un momento difícil, a los que sufren una tentación o a los que se hallan sumergidos en la duda.
Motín que puede llegar a tomar caracteres alarmantes cuando hace presa en muchos, porque la debilidad humana admite —cuando se rechaza la gracia de Dios y se destierra la lucha personal— como bueno lo que de ningún modo aceptaría en otra circunstancia Entonces, lo que se intenta es construir una ciudad terrena dominada por el egoísmo, donde resulta difícil la presencia de Dios. Y para olvidarla, se buscan con afán éxitos personales, que no siempre conseguimos, y entonces el descontento y la insatisfacción se hacen sentir. Es una tara que nos imponemos arbitrariamente, sustituimos el verdadero amor por el amor a nosotros mismos.
Hay momentos en los que llegamos a preguntarnos: ¿Qué es lo que me sucede?, si en realidad trabajo, me desvivo para conseguir unas metas y me divierto. Antes, las mismas cosas me producían gozo y paz, incluso ante la naturaleza me encuentro desconcertado. No me dice nada una bonita puesta de sol, un día sereno y luminoso, y volvemos al porqué, que continuamente aflora a nuestros labios.
El motín contra Dios produce descontento porque implica un desorden inte¬rior, que nos hace pisotear lo que realmente es valioso, todo lo que tiene una calidad espiritual.
La desazón nos empuja a ir detrás de lo que creemos felicidad y, como la buscamos a ras de tierra, encontramos como respuesta el vacío que nos llena de decepción.
Este afán insatisfecho y desmedido de felicidad nos llena de amargura porque no se colma más que en Dios. Nadie puede dárnosla más que El. Por eso, aun en medio de una gran multitud, nos encontramos solos. Para aturdimos, hablamos y comentamos de todo. Lo divino y lo humano se mezclan en nuestra conversación en la búsqueda de soluciones que nos lleguen a convencer. Pero al buscarlas donde no se encuentran, es imposible hallarlas. Sólo el corazón humano, aceptando de antemano la ausencia de Dios, no se llena, y entonces somos nosotros los que damos paso al dolor, un dolor fuerte que no nos purifica, porque no lleva consigo la aceptación serena de la voluntad de Dios. Es un dolor que embrutece porque nace y termina en nosotros. Y ese vacío que no conseguimos llenar es lo que hace llorar al corazón humano en la soledad.
Es muy difícil que un hijo intente bo¬rrar de su memoria los rasgos de la figura de su padre. Aunque se empeñara en no reconocerlos, se encontraría recordando alguna vez, incluso con imágenes que surgen de improviso, esas situaciones simpáticas y familiares, como pueden ser una sonrisa, unas palabras o una larga conversación. El corazón, siempre débil para el amor, recibe esas impresiones que quedaron grabadas, aunque la voluntad deseara lo contrario. Ni siquiera un corazón duro puede substraerse a ellas.
El calor invade el corazón y el recuerdo familiar ocupa el tiempo. Al terminar estos momentos, las imágenes que nos hicieron gozar producen ahora sinsabor, porque reconocemos la culpa y nace el deseo de reparar el olvido.
Ante Dios nos encontramos en una situación semejante, la huella imborrable de su Paternidad ha quedado grabada a fuego en nosotros. Es imposible olvidar el amor que Dios nos tiene, por eso el sufrimiento nos embarga.