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1 diciembre 2024

La Resurrección

Rey Ballesteros. La Resurrección del Señor. Ed. Palabra, Madrid, 2000

LAS SANTAS MUJERES (1 de 2)
En la madrugada del sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro (Mt 28, 1).
Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti.
Mi carne tiene ansia de ti como tierra reseca, agostada, sin agua (Sal 62, 2).
En la Sagrada Escritura, la acción de madrugar está dotada de un simbolismo sagrado. Si la salida del sol es, como antes decíamos, la proclamación solemne de la gloria de Dios, y el pueblo de Israel es el centinela de la aurora, entonces el alma que madruga para orar es necesariamente un alma enamorada y herida de una desgarradora nostalgia. La experiencia de la noche, símbolo de la ausencia de Dios y de la soledad ante el pecado y la muerte, hace que el alma asista con una intensa sed al acontecimiento de la aurora, en el que vuelve a tener noticia de su Creador. Con el rostro vuelto hacia el Oriente, la criatura responde elevando hasta el cielo su alma y uniéndose a la alabanza, a la fiesta del amanecer.
Una de las enfermedades con que el hombre de nuestros días no ha tenido más remedio que familiarizarse es la depresión. Quienes la padecen se ven sumergidos en una profunda tristeza, caracterizada por que no parece responder a ningún motivo concreto. Se trata de una tristeza vital, existencial, absurda, que inunda al hombre en un profundo sinsentido. La sensación que invade a estas personas es la de haber rebasado el punto final de su obra particular, y estar viviendo de más, sin tener ya nada que hacer. Ya no hay futuro, porque nada ilusiona; la realidad se muestra cansina y terriblemente aburrida; es lo más parecido a haber muerto en vida, porque el mundo circundante ha dejado de ser una apelación. Para el hombre deprimido, el levantarse de la cama cada mañana se convierte en una hazaña muchas veces irrealizable. ¿Para qué despertar, para qué vivir, si el día no ofrece nada que merezca la pena? Visto desde la clave que la Escritura nos ha proporcionado, diríamos que quien padece la depresión vive estacionado en la noche. Y si no encuentra un motivo para levantarse por la mañana, es porque el amanecer ha perdido toda su fuerza expresiva: realmente, para él no ha amanecido; sigue en tinieblas porque no recibe la luz que le muestre algo capaz de interpelarle.
En el polo opuesto tendríamos la realidad del hombre ilusionado. Me refiero a la persona que se siente permanentemente interpelada por una realidad gozosa que le hace poner en juego todas sus capacidades; que le llama a salir de sí y a entrar en un diálogo luminoso y lleno de sentido. Muchas madres que luchan con sus hijos pequeños cada mañana para conseguir sacarlos de la cama y llevarlos al colegio se ven despertadas de madrugada el día 6 de enero por esos mismos niños, a quienes la ilusión del regalo de unos Reyes Magos arranca gozosamente del sueño nocturno. Por supuesto, se trata tan sólo de un ejemplo, pero podría multiplicarse casi indefinidamente. Cuando existe una circunstancia, un ser, un acontecimiento capaz de focalizar la atención de una persona, el resto de la realidad comienza a ordenarse en torno a esa ilusión. Podría decirse, por contraposición a la figura anterior, que la persona ilusionada disfruta de un amanecer cada mañana. El comienzo del día se le presenta lleno de luz, la realidad circundante cobra sentido bajo su mirada, y es capaz de sentir la invitación a la vida que se esconde en los seres y acontecimientos del entorno. En este sentido, hay grados diversos de interés que colorean de una forma u otra ese primer momento de la mañana. No es lo mismo el despertar de un hombre a quien le espera un trabajo aburrido y monótono que necesita para seguir viviendo, que el de un artista bajo la fuerza creadora de una fuerte inspiración, o el de quien se despierta temprano para realizar un viaje de placer. La fuerza y la luz del amanecer es distinta en cada caso.
A las santas mujeres les despierta el amor. Sin saberlo, están ya participando de la fiesta por excelencia, del amanecer de Dios.
No quisiera pasar rápidamente sobre esta escena; es todo un manantial de sentido, y no tengo prisa; deseo beber en cada una de las fuentes que la palabra de Dios alumbra a mi paso por el Evangelio, antes que mutilar con la premura mi diálogo con el Señor de la eternidad.
Me gusta madrugar los domingos. Especialmente ese día, todo me habla de la resurrección de Cristo. Las carreteras, por fin, han enmudecido; la palabra humana ha quedado reducida al silencio, aunque sea por efecto del cansancio. Y entonces, hasta dentro de la gran ciudad, se respira una tranquilidad festiva y enormemente locuaz. Se puede escuchar a los pájaros, que cantan a su Señor, vencedor de la muerte, y el baño de luz que cubre callada y lentamente la Creación hace llegar a mis oídos con una claridad diáfana la noticia de las noticias. Es como si, durante seis días, el hombre hubiera invadido la realidad creada con toda su verborrea de palabras arrogantes, ante la impasibilidad y la mansedumbre de la Majestad divina, y llegado el domingo se levantara Dios de su sueño y, hablando en voz baja, hiciera callar al hombre... «Tú te cansas, pero yo no me canso», parece que dijera. Aun en contra de su voluntad, el ser humano, de alguna manera, está adorando a su Señor, porque se ha llevado la mano a los labios y calla respetuosamente mientras su Dios emerge. Es el triunfo radiante y calmado del Señor, porque el domingo al amanecer se me aparece con el dedo en los labios, mandando callar al hombre y cantar a las aves del cielo, inaugurando, más allá de las sombras de muerte sembradas por su criatura, la fiesta de la vida. Me fascina la forma de ser de Dios, si me es permitido hablar así: cuando el hombre se levanta arrogante contra Él, calla y parece estar vencido. Pero Dios, simplemente, espera... Espera a su domingo, y entonces, se despierta silencioso y emerge de las tinieblas; no amenaza, no grita, no pronuncia palabras de cólera; se levanta suave, luminoso, lleno de majestad. Y el hombre yace postrado en un sueño que es la sombra de la muerte, callado e inerte, mientras su Señor toma de nuevo posesión del mundo. «Tú te cansas, pero Yo no me canso») «Tú eres mortal, pero Yo soy eterno»... Es como ver, de nuevo, a Cristo en pie, la víspera de su Pasión, mientras sus enemigos caen por tierra, ante el nombre de «Yo soy», en el mismo huerto donde entregará la vida (cf. Jn 18, 6).
Por eso, una parte especialmente elocuente del paisaje del alba del domingo en una ciudad son las ventanas cerradas de las casas, con sus persianas bajadas para que la luz no pueda entrar. Detrás de cada una de ellas se esconde una historia distinta, pero en general puede decirse que se trata de gente cansada. Algunos de ellos han estado divirtiéndose la noche anterior hasta altas horas, y no han hecho aún sino conciliar el sueño. Otros han decidido aprovechar el fin de semana para librarse de la tiranía del despertador. Y muchos siguen en la cama porque simplemente no tienen nada mejor que hacer. Pero todos ellos guardan un factor común: se están perdiendo la fiesta de la aurora; en sus casas, aún no es de día, porque nadie ha corrido sus cortinas y abierto sus ventanas a la luz recién nacida. Siguen en la noche, aunque ya ha amanecido. Y sin querer, una vez más, el hombre sirve a la parábola de su Creador. Cristo ha resucitado, la muerte y el pecado han sido vencidos, se han abierto de par en par las puertas de la eternidad y una luz celeste se está derramando a raudales sobre la tierra, inundándolo todo de la gloria de Dios; la creación entera ha sido rescatada, y ha pasado del dominio de las tinieblas a las manos amorosas de su Señor... Y, sin embargo, son muchos los hombres que viven sumidos en la noche, en la tristeza, en la desesperación, en el sinsentido y, sobre todo, en el pecado... Alguien tiene que abrir todas esas ventanas y gritar con el sol naciente la gran noticia del día que despunta.