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8 noviembre 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

VI. LA ASCENSIÓN

1. Las últimas instrucciones


Al fin de su Evangelio, San Juan escribió: «Hay, además, otras muchas cosas que hizo Jesús, y que si se escribieran una por una, pienso que ni aun el mundo podría contener los libros que se podrían escribir» (Jn 21, 35). Evidentemente esto es una hipérbole para dar una idea a los lectores de la densidad del trabajo —palabras y obras— de Jesús durante los tres años de su vida pública y de los días que, después de la resurrección, permaneció todavía en la tierra entrevistándose con sus discípulos y acabando de instruirles: «A ellos también, después de su pasión, se presentó vivo con muchas pruebas, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles de lo referente al reino de Dios» (Hch 1, 3).

Ya se ha visto cómo los Evangelios son más bien parcos en el relato de las apariciones. Hubo muchas, tanto en Jerusalem como en Galilea, pero cada evangelista refiere aquellas que, por el motivo que sea —por lo que el Espíritu Santo le inspiró—, tuvo más presente en el momento de escribir, prefiriéndolas a otras de las que también pudo dejar constancia.

Sucede, además, como es corriente en los sinópticos, que los tres primeros evangelistas ni guardaron un orden cronológico ni se preocuparon de pensar en las cuestiones que los exegetas de los siglos venideros se iban a plantear. Esta espontaneidad en escribir para instruir a los fieles, cada vez más numerosos, les hizo desatender esos pequeños pormenores que a nosotros nos hubiera gustado que precisaran más. A veces resumen y dan la impresión, por la continuidad con que lo exponen, de fundir en un momento determinados hechos o dichos muy separados entre sí. Esto se da de manera particularmente clara en los breves textos que se ocupan de lo ocurrido a partir de la resurrección de Jesús.

En todo caso, lo que aquí —como en todo el Evangelio— interesa es lo que dijo Jesús, independientemente de que lo dijera en tal o cual lugar, mes o año. Esto no constituye, ni puede constituir, ningún problema, sobre todo estando probado por el fragmento de Papías (hacia el año 120) que Mateo fue el primero que ordenó los dichos del Señor Jesús, cosa demostrada si se observa, por ejemplo, cómo en el capítulo diez reúne las instrucciones que dio a sus discípulos en ocasiones distintas, o la acumulación en el capítulo trece de las parábolas referentes al reino de los cielos. Hubo por parte de los evangelistas, pues, una distribución de lo que sabían atendiendo más a la edificación de los fíeles que a la elaboración de un relato en el que cuidaran pormenores tales como el cuándo y dónde. De aquí que, según se verá, a veces juntan —o parecen juntar— acontecimientos distantes entre sí en el tiempo.

Dejando aparte, Señor, las disquisiciones de eruditos acerca de precisiones y pormenores que, en la mayor parte de los casos, no pasan de hipótesis o conjeturas más o menos plausibles basadas en una variante de tal o cual códice, yo quisiera fijar la atención en las palabras que dijiste a tus discípulos: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonareis los pecados les serán perdonados; a los que se los retuviereis les serán retenidos». Tú podías decir estas palabras con toda autoridad, pues demostraste en Cafarnaum que si sólo Dios puede perdonar los pecados, tú eras Dios cuando se los perdonaste al paralítico haciendo que tomara su camilla y se fuera a su casa. «Pues para que veáis que el Hijo del Hombre tiene potestad para perdonar los pecados...», dijiste (Me 2, 12).

Aquella potestad de perdonar o retener pecados que tú diste a tus apóstoles, la transmitieron éstos a sus sucesores, esto es, a los obispos; a su vez, los obispos la transmiten por el Sacramento del Orden a los que son los ministros ordinarios de ese maravilloso Sacramento del Perdón con que tu misericordia quiso regalarnos. Pero me parece, Jesús, que nosotros, los que hoy todavía profesamos seguirte en cuanto discípulos tuyos, es decir, en cuanto cristianos, hacemos muy poco aprecio de tu generosidad. Tú dijiste que había que perdonar a quien nos ofendiese, no siete veces, sino setenta veces siete; pero tú no cuentas las veces. Tú perdonas siempre, siempre; y por grandes y repetidos que sean los pecados —las ofensas a tu Majestad infinita—, tan pronto ves que, después de disgustarte, yo, movido por tu gracia, te digo: «Señor, lo siento, perdóname», tú ya me has perdonado. ¿No lo enseñaste así con la parábola del hijo pródigo, cuando antes de que expresara con palabras el pesar por su mala conducta, su padre ya le había salido al encuentro, le había dado un gran abrazo y cubierto de besos a aquel hijo que tan mal se había portado, pero que el hecho de su regreso con la cabeza baja y la conciencia clara de haber perdido todo derecho a ser tratado como un hijo, indicaba que venía con la humildad de pedirte, como un pordiosero que suplica una limosna, que le admitieras por pura gracia como al último de sus jornaleros?

Con el Sacramento de la Penitencia tú nos perdonas y nos admites de nuevo en tu casa como hijos, no como asalariados. El hecho de acercarnos a confesar nuestros pecados es ya parecemos al hijo pródigo que regresa a la casa del Padre, que le está esperando porque no puede apartar de su mente a aquel hijo desgraciado tan fuera de su lugar propio, y donde necesariamente tiene que vivir incómodo y mal a gusto.

Al confesar humildemente mis pecados, sin atenuantes ni vanas excusas, tú no sólo me perdonas, sino que además de la gracia del sacramento me infundes nuevas y poderosas fuerzas para vencer las tentaciones. Esto, Jesús, lo sé yo desde que aprendí el catecismo de la doctrina cristiana para hacer la primera comunión; también sé que un poquito de gracia tiene más valor que todo el dinero del mundo. Entonces, ¿cómo podré justificarme en tu presencia por el escaso valor que doy a un regalo tan valioso? Cualquier hombre —o mujer, tanto da— es capaz de mucho esfuerzo y no poco trabajo para ganar dinero, cuanto más mejor, un dinero que tendrá que gastar porque no le va a servir para nada cuando se muera. Pero la gracia divina, aun en cantidad mínima, sí le va a servir mucho cuando se muera, y también después de morir. Y sin embargo, Jesús, yo que no ando con remilgos a la hora del esfuerzo para ganar dinero, sí que me ando con ellos cuando tengo que confesarme, y no doy importancia a acudir puntualmente a tu encuentro para que me limpies y me purifiques en la confesión. No me importa gran cosa retrasarla un día o dos, o una semana o un mes, mientras tú esperas deseoso de enriquecerme con tu perdón y con tu gracia. Cualquier pretexto es bueno: no tengo nada importante de que acusarme (¡como si la ausencia de pecados mortales fuera razón para retrasar la confesión! Es como si sólo me lavara cuando tuviera la cara y las manos manchadas de tinta); total, por un día (y después otro, y otro...); ahora no me viene bien (es decir: no quiero dejar otra cosa que me parece más importante que recibir el sacramento)...

Y no es sólo esto, Señor. Me temo —bueno, esto es un eufemismo; debo decir: es un hecho— que mi contrición, el dolor por las veces que te he disgustado haciendo lo que sabía que te desagradaba, es a veces, quizá demasiadas, más convencional que profundo. Porque si de verdad sintiera (pero más con la voluntad que con el sentimiento) haberte disgustado, yo mismo tendría tal disgusto que me llevaría a pedirte no sólo perdón, sino la fuerza necesaria para no recaer, previendo la ocasión y evitándola de lejos, sin esperar a estar ya casi metido en ella. Y si lo sintiera de verdad, pondría los medios —y entre ellos hacerme el ánimo de pasarlo mal— a la hora de la tentación, haciéndome fuerza contra mí mismo; o dejando lo que estaba haciendo —y tanto da que se trate de un programa de televisión que está terminando como de un trabajo en que esté embebido— para estar donde debo de estar a la hora en punto. O tomando lo que el confesor —que en aquel momento es como si fueras tú— me indique lo suficientemente en serio para ponerlo en obra desde aquel momento.

Tantas veces lo he hecho tan mal que. quiero ahora pedirte perdón por la poca estima que he hecho del sacramento de la Penitencia retrasando su recepción por pereza, desidia o motivos tan baladíes que ni yo mismo creo en su consistencia.