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5 noviembre 2024

Ignacio Domínguez. El Salmo 2. Ed. Palabra, Madrid, 1977

«Filius meus es tu: ego hodie genui te» (II) Nuestra filiación divina

¡Qué dos palabras tan distintas en el Salmo 2!:

Dominus loquetur ad eos in ira: El Señor les hablará increpándoles con ira;

Dominus dixit ad me: Filius: El señor me ha­bló llamándome: Hijo.

Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2, 4): la verdad de que Cristo se entregó a la muerte de Cruz, nada más por nuestro bien.

Pero los hombres no sintonizan con los deseos de Dios: tienen oídos, pero no oyen (Sal 134, 17), símiles sunt pecudibus quae pereunt (Sal 48, 13): viven como ani­males y sólo atienden las insinuaciones de la so­berbia que —sinuosa y solapada como una serpien­te— les dice: Si desobedecéis, si coméis del árbol prohibido, si planeáis bien el intento... eritis sicut dii: seréis como Dios.

Y Dios entonces —óiganlo bien— tiene que gri­tarles con ira: Apartaos de mí, malditos; id al fuego del infierno (Mt 26, 41).

El Señor me llamó hijo

Hay tres momentos fundamentales en nuestra filiación divina, que se corresponden —lo hemos visto en la meditación anterior— con los tres mo­mentos de la filiación de Jesucristo:

Praedestinavit nos in adoptionem filiorum (Efes 1, 5): Nos predestinó como hijos adoptivos.

Desde toda la eternidad, Dios Padre nos pre­destinó a la filiación en Cristo, para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia, por el amor.

Qicumque baptizatis estis in Christo, Christum induistis (Gal 3, 27): todos los que habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo.

Es la filiación adoptiva recibida, de hecho, en las aguas bautismales: el hombre se reviste de Cristo hasta poder decir: Ya no vivo yo: es Cris­to quien vive en mí (Gál 2, 20).

Iusti fulgebunt sicut sol in regno Patris eorum (Mt 13, 43): todos los justos brillarán como el sol.

Ahora ya somos hijos de Dios, y lo somos de ver­dad. Pero aún no se ha manifestado todo lo que llegaremos a ser en el cielo: símiles ei erimus (1 Jn 3, 2): seremos semejantes a Jesús. Y con El y como El, todos los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre.

Durante nuestro peregrinar por los caminos de la vida, Dios cuida amorosamente de nosotros: Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá sin que lo disponga vuestro Padre del cielo (Lc 21, 18). No hay lu­gar para dudas o temores: Si cuida con tanto mimo de las aves del cielo y los lirios del campo... ¡cuánto más de nosotros! Por eso, «aprendamos de Jesús. Su actitud, al oponerse a toda gloria humana está en perfecta correlación con la grandeza de una misión única: la del Hijo amadísimo de Dios, que se encarna para salvar a los hombres. Una misión que el cariño del Padre ha rodeado de una solicitud colmada de ternura: Filius meus es tu, ego hodie genui te. Postula a me et dabo tibí gentes hereditatem tuam (Sal 2,7): Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Pide, y te daré las gentes como heredad. El cristiano que —si­guiendo a Cristo— vive en esa actitud de completa adoración del Padre, recibe también del Señor palabras de amorosa solicitud: Porque espera en rní, lo libraré; lo protegeré porque conoce mi nom­bre (Sal 90, 14)» (Es Cristo que pasa, nº 62).

Dominus dixit ad me: Filius!

¿Quién lo dijo?: Dominus: El Señor.

¿A quién?: ad me: a mí me lo dijo, a mí per­sonalmente.

¿Qué me dijo?: Filius meus: Hijo, hijo mío.

Dios me llamó hijo suyo: Filius meus es tu.

Esta es la mejor de las palabras de Dios; no podía decirme cosa mejor. Y su palabra es crea­dora: ¡Qué amor tan grande nos ha tenido el Pa­dre, para que no sólo nos llamemos hijos de Dios, sino que lo seamos de verdad!: nominemur et simus (1 Jn 3, 1).