Página inicio

-

Agenda

29 noviembre 2024

Suárez. La Pasión, de Nuestro Señor Jesucristo

Pero, Señor, me desconcierta un poco la pregunta que te hicieron los apóstoles cuando ibas a subir al Cielo. ¿Cómo se les ocurrió preguntar si era entonces cuando ibas a restaurar el reino de Israel? Si hasta Pilato sabía que tu reino no era de este mundo, pues bien claro se lo manifestaste, ¿cómo los discípulos, aun después de haberlos estado instruyendo durante los días que estuviste en el mundo después de tu resurrección, todavía parece que no se habían enterado bien del carácter de tu reino? Sin embargo, Señor, a mí me consuelan esas palabras de los apóstoles; pienso que si ellos, que durante tres años habían bebido de tus labios «palabras de vida eterna», aún no habían captado del todo tus enseñanzas, tú sabrás disculparme de mis yerros y de mis ignorancias, y de la carencia de todo lo que debía saber y no sé, o sé erróneamente, que es como no saber.

¡Y qué puesta en razón la pregunta de los ángeles a los discípulos!: «¿Qué hacéis ahí mirando al cielo?» Me parece que a partir del momento en que comenzaste a separarte de la tierra —de esta tierra en la que tuviste tu hogar en aquella pequeña aldea de Galilea, acompañado de María y José; de ese reducido espacio por el que transitaste durante tres años, recorriendo en todas direcciones, enseñando a todos y curando toda dolencia y toda enfermedad—, tus discípulos debieron quedar como enajenados, como suspensos hasta después de desaparecer tú en la nube. Los ángeles les hicieron volver a la realidad. No era allí, mirando al cielo, donde debían seguir. Su puesto, a partir de entonces, estaba en medio de los hombres, en todas las encrucijadas del mundo, en apacibles pueblos y, sobre todo en ciudades populosas donde aquella inmensa masa debía ser fermentada por la fuerza de la levadura que llevaban dentro de sí tus discípulos, siendo levadura ellos mismos. «Id y predicad el Evangelio a toda criatura», les dijiste. ¿Y cómo iban a hacerlo mirando a las nubes? Era en Jerusalem donde Jesús les había dicho que esperaran, pues allí recibirían el Espíritu Santo. Y tan pronto lo recibieron se lanzaron a la transformación del mundo por la predicación de tu doctrina, de la Palabra de salvación.

Jesús, nosotros también hemos recibido el Espíritu Santo: en el Bautismo, en la Confirmación, y los que somos sacerdotes, también al recibir el sacramento del Orden. ¿Y en qué se nos nota? Por lo que a mí respecta ¡oh Dios mío, qué tremenda diferencia entre aquellos primeros cristianos, llenos de fe y del Espíritu Santo, que por creer en ti y sin otras armas que la cruz y el amor cambiaron el mundo, y mi mediocridad y cobardía para vivir mi fe hasta las últimas consecuencias, sin miedo a nada ni a nadie, sino sólo a disgustarte!

Porque tú esperas de nosotros lo mismo que esperaste de aquella generación —mejor, de aquellas generaciones— de hombres y mujeres que esparcieron el fuego del Espíritu Santo por todo el mundo conocido, llevando su propio ambiente donde quiera que iban y sin dejar que el ambiente pagano y corrompido en que tenían que moverse empañase su fe o sus costumbres. Tú pones a nuestra disposición los mismos medios que ellos tuvieron: los sacramentos, la oración, el Evangelio, la Cruz; y nosotros, además de esos medios sobrenaturales, tenemos unos medios humanos de los que ellos carecían. ¿Y qué estamos haciendo, Señor? Quizá nos hemos olvidado que el único camino que une la tierra con el Cielo es la Santa Cruz, y que no hay salvación sino por la Cruz en la que permaneciste agonizando hasta morir para que nosotros pudiéramos vivir, vivir de verdad, es decir, con esa Vida que tú tienes y que por no estar sujeta a la muerte —a la que venciste— es una vida eterna.

Ten, Jesús, compasión de nosotros, de los cristianos que, también hoy, estamos viviendo en medio de un mundo paganizado, lleno de supersticiones y de falsos dioses, en un ambiente que parece dominado por el «príncipe de este mundo»; abre nuestro corazón para que el Espíritu Santo nos llene de su luz y nos haga arder con ese fuego que tú viniste a traer a la tierra, y nos haga tomar conciencia de la responsabilidad que tenemos como cristianos, es decir, como hijos de Dios que tienen que mirar por la honra de su Padre. Te lo suplico, Señor, por la intercesión de tu Bendita Madre, que tanto sufrió viéndote agonizar, pues si Ella te pide esta gracia en bien de las almas, es seguro que tú nos la concederás.